martes, 1 de marzo de 2011

Relatos de una realidad distorsionada 2. Fantasmas Suicidas de una ciudad Psicópata.



RECUERDO A ESOS TRES JÓVENES, COMO SI HUBIESE SIDO AYER cuando jugué con ellos fútbol en aquellas cuadras de ese barrio triste donde viven mis abuelos maternos, Campoamor. Fue un día soleado cuando llegué a la casa de mi abuela, bajé del carro y observé a dos hermosas niñas jugando con tres chicos fútbol, con un balón viejo. Bajé corriendo y les pregunté si podía jugar con ellos; me observaron y su velocidad de reacción fue tan pronta como el hecho de que yo estuviese pateando el balón contra la cancha.

De esos tres chicos me hice buen amigo; pero pasaron los años y el tiempo se me detuvo, a ellos se les adelantó, y las circunstancias de la misma vida me distanciaron. Un par de años después me encontré a dos de ellos en la calle, los saludé con regocijo, pero la presión de las ocurrencias no dejó impartir muchas palabras. La imagen de ambos se quedó gravada en mi retina, tal cuál una efigie impactante se apodera de nuestros sentidos: su forma de vestir, el corte de su cabello, y ese extraño olor a “pegante” me inquietó.
Hace un par de meses le pregunté a mi abuelo sobre ellos. Eran tabú en el barrio. Se decía que uno de ellos fue sicario, y recibió un disparo en el pie; ahora lo llaman El Cojo. El Pirata, se dedica a atracar por el sector del Cable, y lo que le sobra se lo consume en perico y en “soluca”, y Ramón, camina por la calle con un costal al hombro pidiendo monedas y buscando pleitos. Yo quería adentrarme un poco en su vida, conocerlos. No importa cuan peligrosos eran, fueron mis compañeros y me les acercaría sin más que perder dos mil pesos que llevaba en mi bolsillo.

Salí de la casa de mis abuelos hacia la esquina donde los tres estaban situados. Al verme se alarmaron, y El Pirata mandó su mano a la espalda. Yo, asustado, les dije:

-¿No me recuerdan?
-Parcerito, o nos compra, o se abre de acá antes de que le metamos su chuzón-. dijo el Pirata.
-Soy Gustavo -les dije-, el pelirrojo con el que se criaron, con quien jugaron fútbol, con quien nos embarramos en las calles de este barrio, ¿no me recuerdan?
Y un sollozo silencio invadió sus mentes, hasta que El Cojo respondió:
-Claaaaro may. ¿Cómo lo trata la vida?

Me senté a su lado. Sacaron de una bolsa una botella de alcohol y otra botella con agua. Mezclaron ambos líquidos, y comenzaron a beber. La conversación cada vez se hacía más amena; no quería tomar, pero para adentrarme a sus historias el alcohol era casi una necesidad magistral, un vínculo de solidaridad inherente a nuestra existencia, como si existiera una especie de instinto de intoxicación. Comencé a preguntarles sobre su pasado. El Cojo me contó cómo entró al sicariato.

-La prueba de finura fue matando un gamín de la calle, a sangre fría, sin mucha traba. Pasé varias noches sin dormir, hasta mi primer trabajo pago, donde debí asesinar dos miembros de una familia. El primer muerto da miedo, el segundo ya no tanto, el tercero genera es adicción. Ahora no puedes vivir sin matar, es como una droga. Pasé noches sin dormir desesperado por levantarme a alguien.

El Pirata, por el contrario, fue obligado a robar. Un día caminaba con un compañero por el barrio San Joaquín. Su acompañante, de manera inesperada  agarró un pelado del colegio La Gran Colombia, y le pidió el maletín; El Pirata, algo asombrado, asustado, reaccionó de la manera más confina: le ayudó a quitar el bolso con los útiles del estudiante del colegio y salió a correr escaleras abajo. Fue tanta la adrenalina, la satisfacción de su madre al ver el dinero de los primeros trabajos, y el gusto económico que se pudo dar, que comenzó a recurrir más a este adeudo y, sin mayores oportunidades, convirtió el robo por necesidad en ocio.
El cuento con Ramón fue más complejo aún. Su nombre no es Ramón, es Alejandro. Lo apodaron Ramón por su parecido con Don Ramón, el del chavo, ya que a los diecisiete años tenía su rostro envejecido por la droga que consumía desde los nueve; drogas que le daba su padrastro que la distribuía en todo el barrio. Trató de recuperarse a los trece, pero ninguna entidad pública le brindó ayuda, y no tenía dinero para pagarse el tratamiento en una corporación privada. A los dieciséis años murió su madre, y sin sustento para vivir, vendió las pertenencias de su casa y se fue a vivir al parque Liborio Lopera. Ahora regresa de vez en cuando a inhalar solventes con sus dos amigos del alma. Una amistad entre la espesa neblina de la falta de oportunidades.

Me enteré que El Pirata se suicidó en el baño de su casa. Dos semanas después se suicidó El Cojo, colgado de un cable de luz a dos cuadras de la casa del Pirata. Del viejo Ramón, no se sabe nada, quizá fue asesinado este fin de semana entre los veintiún habitantes de la calle cruelmente liquidados en las vías de ésta ciudad maniática, con la realidad distorsionada, como la bruma que a veces la rodea.

-Cosa de locos.... ¿no?
-¿Qué cosa?
-La vida…

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Escalofriante, compañero. No sé expresarme, no sé si me gustó, sé que me dejó acongojado...

País de mierda!

Daniel Ballesteros-Sánchez dijo...

Si compañero, sabía que vos ibas a reaccionar de una manera similar, y más sabiendo que, entre muchas cosas, que cuando me refiero a la muerte de varios indigentes lo hago por que en realidad está sucediendo en este momento... quizá en el tiempo que me demoré para subir la nota murieron unos cuantos más, que asco, PAÍS DE MIERDA

Anónimo dijo...

Loco, lo leo y me dan ganas de llorar, se me dificulta contenerme.

Recuerdeme hablarle del escrito, no de la historia en sí.

Daniel Ballesteros-Sánchez dijo...

No se lo recuerdo, hable de lo que quiera, de lo que sienta! :)