lunes, 24 de junio de 2013

Salvamento - N° 1 (Jofre Peláez Mejía)

Nota preliminar, a manera de Objetivo:

No existe un mejor espejo de la sociedad que el arte, que atiende a su momento histórico y que, por demás, algunas veces lo ha aventajado para datar cuestiones del pretérito que intervienen en la realidad vigente, o para deliberar suposiciones del futuro forjado en el presente. Dice Thoreau en Lectura (Sobre la desobediencia civil), que no hay ejercicio más noble que el de la escritura; añado que, para mí, no sólo no existe un ejercicio de mayor nobleza, sino que no existe un proseguir artístico que haya permitido al hombre llegar hasta donde ha llegado como especie, sin entrar en juicios valorativos sobre el progresismo… ¿Acaso no decapitó Descartes a Luis XVI con sus obras dos siglos antes?

Hace pocos días, tras la rueda de prensa de un libro recién lanzado en la ciudad de Manizales por un profesor de la Universidad de Caldas, me di a la labor, con mi compañera Natalia, de tratar de rescatar algunos de los autores que han sucumbido al olvido de éste país sin memoria y que, por su indudable valor literario, nos sentimos en la obligación de redimir y librar de la negligencia del vago recuerdo, tanto para darlos a conocer en la memoria de nuestros contemporáneos, como para proveerles del valor que realmente se merece el preclaro oficio de la escritura. Aunque mi pretensión inicial se referirá sólo a autores de Manizales y del Departamento de Caldas, quiero iniciar dando a conocer a Joffre Peláez Mejía, escritor e intelectual antioqueño, ganador del Primer Puesto del IV Concurso de Novela y Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín (1998) con su libro La novela de Amariles; escribió además, el libro de relatos novelados El Puerto Rosa del Sol (1997), editado por él mismo en Lito Bogal, Medellín. Murió el 15 de octubre de 2002. Éste es uno de los relatos de El Puerto Rosa del Sol:

LA MOCANGUÉ

Juan Báez se quejaba de no haber encontrado un amigo verdadero, ni mucho menos una mujer que lo amara. Y agregaba: “Dos cosas son lo más difícil: no ser uno el que es, y poder aguantarlo”. Por lo demás ésa era toda su filosofía escueta. Lo decía en ocasiones que venían al caso y, en términos generales, no abusaba.

Las gentes que dormían en lechos adosados a los canceles de madera que haciendo las veces de muros separaban de la calle, sentían desde muy temprano su fuerte taconeo arrítmico, que parecía cojear ya de un pie, ya del otro, pues andaba presuroso, balanceándose agitado, como si algo se le hubiera quedado sin hacer y se acordara de repente. Cuando entraba intempestivamente a la tienda del antiguo Administrador de la Aduana, el dueño se sorprendía como si fuera la primera vez y le decía: “A usted hay que tomarle siempre como una aparición”. Lo cual era motivo para que Juan Báez sonriera, sin más respuesta que un “¿Cómo amaneció?”, ya que sus ires y venires constantes, aunque obedecieran a la necesidad de atender sus asuntos, tenían también algo de manía inveterada de andar como autómata dando los buenos días, para comentar luego algún hecho que se hubiera quedado sin aclarar en su mente inquieta. O por pedir consejo o proponer cualquier iniciativa, pues era también de una inagotable y febril actividad imaginativa, para idear cambios o reformas en las cosas ajenas y en las del municipio, como si su ajetreo personal nunca estuviera satisfecho y necesitara estar promoviendo acciones para las que no siempre había medio suficientes. “Lo que hay que hacer, hay que hacerlo, ya ve usted”.  Era concejal, miembro principal del Directorio, infaltable en toda reunión. Aunque  no creyente devoto, estaba en primera fila de las grandes festividades, cargando el palio o llevando pendones y estandarte en las procesiones, afectando recogimiento impresionante por su porte imperturbable, cara y cuerpo bañados en sudor por la canícula. Su desconfianza había impedido que se casara joven y llevara una vida conyugal con altibajos; y tuvo una caída que hizo época y no podía menos que dejar su huella. No debe mantenerse con excesiva firmeza eso de caída, porque si bien en realidad su matrimonio quedó desbaratado, su organización familiar se hizo pedazos, sus relaciones sociales sufrieron gravemente, en lo económico se vino abajo y hubo de perderse por un tiempo largo, después reapareció cualquier día, fue rehaciéndose con facilidad ruidosa y pudo volver a jugar billar con desbocada pasión. Por este juego era capaz de muchos desatinos. Podrían adelantarse otros rasgos de su carácter que permitieran comprender mejor su enrevesada personalidad a riesgo de caer en la tentación de deducir de ellos las consecuencias de sus actos, postura rígida que niega al azar la virtud de intervenir con su terrible cadena intempestiva de los hechos regulares. No se debe negar de plano esa influencia, mitad siniestra, mitad benéfica. Lo duro está en saber a qué atribuir los resultados de cualquier acción. ¿Cuántos seres caminan por el mundo ignorantes de esto tan sencillo y al final de sus días duermen en paz? En lo uno y en lo otro siempre será injusto el juicio posterior, por más que se escribe hondo en los escombros. Rasgos que están ahí para tomarlos con precaución y son estigmas que se ostentan por provocar.

Cuando Juan Báez se enamoró de La Mocangué a sabiendas de los ínfimos atributos físicos que la adornaban, había ya quienes lo tenían caracterizado como un hombre impredecible e impulsivo, y que no salieron de su asombro frente a la ciega pasión que lo envolvió. La Mocangué era un ser agreste, montaraz, reina del burdel, que no sabía ni su nombre, que poco le importa si no fuera porque allá dentro de su alma conservaba, íntegros, recuerdos imborrables que la hacían, en el fondo de sus fondos, tan especialmente distinta que el día que supo Juan Báez su historia completa, echó por la borda los pocos o muchos escrúpulos que tuviera y se fue a vivir con ella ante el pasmo total y conmovido de sus hijas, de su esposa, del Cura Palacio –que no se preocupaba porque en su iglesia no hubiera matrimonios-, y del resto del Pueblo que lo tenía por ejemplar, por lo menos en cuanto al cumplimiento de los deberes conyugales.

Pues resulta que Juan Báez era impresionable, espontáneo y sincero. Decía que era franco, esto es, que decir lo que pensaba y hacer lo que creía que debía hacer, eran su regla de conducta, sin importar las consecuencias. El día que la Mocangué le contó la historia de su vida se emborrachó, desafió a todo el mundo, y terminó jugando billar con su enemigo más fiero, “Botalibras”.

Se supo mucho después que el nombre de La Mocangué era Maria Dolores y que sus apellidos, Dávalos Armentía, habían gozado de cierta notabilidad aunque a ella poco le importara, lo cual se notaba en su comportamiento, la agresiva mirada de sus ojos zahareños y el modo de ejercer su profesión de prostituta, alegre y descocada.

Era alta, más de lo común, con los senos enormes y turgentes. Sus amplias caderas bamboleaban sin concierto, porque su andar atropellado no dejaba espacios para ritmos de ninguna clase, así fuera –como lo era- apasionada del baile. En “Las Brisas” era dueña y señora de la pista. Llevaba a los parejos a su antojo y con mayor razón a Juan Báez. Se vieron desde el primer momento el uno al otro, atraídos. Era de verlos ya ebrios, consumidos de pasión y casi sin moverse, solos en la sala, reclinada la cabeza de Juan Báez sobre el pecho de su amada, haciendo repetir hasta el cansancio una canción caribe de amor, evocadora. Y a su tamaño descomunal, a su exuberancia, unía una fealdad de cara que hacía preguntarse, a quien la viera por primera vez, si los espantos era una mera suposición o había encarnaciones. La nariz achatada y torcida, la boca grande, burlona, vengativa. Esa cabeza de medusa. La mirada. ¡Esa mirada! ¿Quién iba a creer que Juan Báez, descubriera una ternura infinita donde natura había negado que fuera posible imaginarla?

Al final de la tarde Juan Báez se iba a la tienda de Don Víctor a componer el mundo, cuando no tenía reunión en el Consejo en el Club de Rotarios. Luego, cuando el Botalibras regresaba de algún viaje, Juan Báez se iba a buscarlo para jugar un “chico” en la Cantina Grande, estratégicamente situada en la confluencia de los caños que comunicaban el Puerto a la bahía. Eternos rivales, Botalibras y Juan Báez se conocían el juego y recíprocamente se daban ventajas. Y una noche, antes de jugar, Juan Báez se fue para “Las Brisas” con el deliberado propósito de verse con La Mocangué, en una de esas arrancadas suyas, después de unos cuantos aguardientes, como impulsado por el deseo de saciar alguna sed desconocida, con el afán de verla desnuda y poseerla, o quién sabe qué otra idea atravesada en el cerebro. Ella, a esas horas aún tempranas estaba como siempre sentada en su silla, de frente en la entrada principal, mirando ensimismada hacia ninguna parte. Pocas palabras necesitó Juan Báez para conseguir que hicieran el amor, ese amor sin amor, escalofriante, que es una negación y al mismo tiempo una afirmación. Dispuesta, en esa espera sin ninguna esperanza de las prostitutas. En una de esas noches, cuando se escapa el indómito ser domesticado, Juan Báez sintió un afán impostergable de escuchar de labios de La Mocangué su historia. De verdad era ésta: “Sí, yo nací en alguna parte, no sé. Debe haber sido en un lugar muy frío, porque en el Puerto hay noches que en medio del calor sofocante recuerdo y se me hiela el corazón. A los cinco años comencé a trabajar. A los dieciocho me casé, a los veintiocho abandoné lo que ya no era un hogar y aquí estoy. Y eso es todo”.

-¿Cómo así?- dijo Juan Báez.
-¡Así!- dijo La Mocangué. 
-¿Con quién hiciste el amor por primera vez? 
-¡Con quién iba a ser, con mi marido! 
-¿Cuándo lo hiciste? 
-A los dos años de casada. 
-¿Cómo así? -¡Así! 
-¿Y cuántas veces hiciste el amor con tu marido? 
-Cuatro. Tuvimos cuatro hijos. 
-¿Cómo así? -¡Así! -¿Y por qué? 
-Porque yo pensaba que era sí. Que al casarme mi deber era atender a mi hombre y trabajar para él, hacerle la comida y remendarle la ropa. Y él, bebía y bebía y vivía borracho. Cuatro veces estuvo sin beber, ¡y tuvimos cuatro hijos! Después me pareció que ésa no era la vida, si es que la vida es algo. ¡Y aquí estoy!


De allí salió disparado Juan Baez a buscar a “Botalibras” y esa noche lo “peló”.

¿Cuál fue el encanto de las noches que siguieron? ¿De los meses y años que siguieron? En el principio, a Juan Báez le pareció encontrar que entre las sombras y las luces del cuarto donde hacían el amor en “Las Brisas”, los acechaban ocultas sinrazones que se dejaban venir en los momentos de éxtasis mayor. No eran premoniciones ni dudas, ni avisos, ni sugerencias de ninguna clase que le llegaran de cualquier gesto sin premeditación que hiciera La Mocangué. Sentía que algo le impedía disfrutar la plenitud de esos momentos. Pero allá, muy dentro de sí, le quedaba la agradable sensación de un placer desconocido. Y eso fue lo que siguió, como se siguen las estrellas, dispuesto a descifrar lo indescifrable, sin una noción clara de si eran sus instintos o la deliberada vocación que tenía de hacer lo que le parecía bien hecho.

Ciertas noches, La Mocangué le repetía su historia con nuevos detalles, y más sombríos tintes. ¿También eso lo retenía? Juan Báez afectaba rasgos de lucidez, pero inconsistencias e indecisiones lo dominaban. Y así pensó encontrar que sus amores con La Mocangué podrían llegar a una encrucijada, que verla era ya más un daño que una conquista de los dos y que quizá debían reconocer que la felicidad es imposible.

Ella, de ser la esclava de un hombre inexistente, pasó a ser una prostituta, esclava de mil hombres sin rostro, acaso sin alma, con instintos qué saciar. Sus amores con Juan Báez despertaron los gorriones que tenía dormidos y armaron estos con sus alas tal alboroto, que los alaridos de La Mocangué cuando copulaban en las mañanas, ponían a retumbar los árboles en la selva vecina, y una vez una ceiba bonga inmensa se deshizo ante los ojos incrédulos de los campesinos que oyeron el último estertor matutino y sublime de esa alma buena que quiso limpiar sus pecados en su entrega alucinada con el soplo impetuoso de las mismas entrañas y alientos de Juan Báez. Entonces llegaron a ser esclavos uno del otro, ardiendo en los deseos de darse con la fiera obstinación que obliga a todas las renuncias. “¿Qué le pasa a Juan Báez?”, se preguntaba la gente. Se supo que sus negocios de madera iban mal. Perdía más de la cuenta al billar con Botalibras. Era una transformación incontenible. Le consiguió una casita en las afueras a La Mocangué. Y ella se trasteó con sus escasas pertenencias y unos cuantos trebejos que compraron: le dijo que no necesitaba nada. Juan Báez había ido dejando sus negocios de madera en manos de un desconocido a quien decían “Guillo”, río arriba.

De amanecer en amanecer, mientras los pájaros cantaban afuera, Juan Báez y La Mocangué se decían sus amores y recordaban sus tristezas. Ella tenía de sus propios sufrimientos una fijación en su memoria igual a la que tienen los seres simples, que parecen llevar por la vida la cruz de sus desdichas como meros designios contra los cuales nada se puede hacer. Por eso sus relatos no tenían quejas ni reproches. Eran más bien la exposición airada de cosas viejas y feas que sorprenden por lo absurdo y pintan un cuadro patético sin que pretendan hallar la compasión de quien lo mira. Que al contemplarlo puede llegarse a comprender por cuáles intrincados caminos ha de atreverse alguien que quisiese saber de los demás. Juan Báez se hacía repetir una y otra vez muchos pasajes que pensaba imposibles. Ella se expresaba con las mismas palabras y reiteraciones, más por complacerlo que por encontrar respuestas o justificaciones. En cambio, lo que él dijera de sí, ella daba muestras de comprenderlo con la clarividencia del que lo sabe todo desde mil años antes. Para todo, una respuesta, y eso lo desconcertaba, lo llevaba a revivir entre esos brazos robustos, cariñosos, que acababan envolviéndolo para oír más verdades de su vida, y se dejaba llevar de nuevo hacia la cuna de amor incontenible, hasta que el sol en lo alto amenazaba derretirlo, entrando por todas las rendijas. Acababa Juan Báez preguntándose cómo era que La Mocangué había sufrido tanto; y él, también, sin haberlo pensado, ahora se daba cuenta de cuán profundamente se lleva el sufrimiento. Pasaba  por las casas de los amigos a ver qué le decían, y al encontrarlos como raros y distintos se enojaba, desconfiado de ellos, terminando por la tarde en la tienda de don Víctor, quien tuvo muchas veces que hacerlo llevar perdido de la borrachera a la casa de La Mocangué. Ella lo recibía como si nada ocurriera, lo cuidaba con caldos y aderezos, y cuando recuperaba fuerzas, le jugaba, le hacía monerías, lo atraía invitándolo a que disfrutara de eso que Juan Báez conocía, -al parecer, por primera vez-, pues se preguntaba: “¿Qué era lo que había yo hecho en la vida que ha pasado?” Pensar así le daba ánimos y lo hacía sentirse seguro, aunque el resto de los mortales pensara lo contrario y lo viera hacer tantas pendejadas juntas.

Porque, por encima de todo, ahora tenía unas ínfulas violentas que hasta en el mismo caminado se le notaban. Había acentuado sus vaivenes y su taconeo, daba pasos que parecían más cortos y más acelerados, como si tuviera cuerda, con los brazos doblados, en ele, hacia delante, y los puños cerrados, como quien inicia un baile suelo. Sus ropas, antes impecables, de lino blanco y su sombrero, dejaban ver algún descuido, con ser que La Mocangué se desvivía dando golpes de manduco todo el día a las manchas rebeldes que no se saben dónde cogían los fondillos. Porque Juan Báez había sido meticuloso, como nadie, en el vestir, era extraño verlo de tal modo. Aunque es de suponer que La Mocangué no entendiera de excesivos cuidados exteriores, él olvidaba en ocasiones ciertos detalles mínimos, muy suyos, que lo caracterizaban. En fin. Sería lo de menos si no significara un cambio radical en todo su comportamiento. Se vio que había abandonado de un tajo sus deberes de esposo y padre. Su mujer se llevó lo que pudo, que no era mucho, pues los muebles no valían gran cosa. Su principal negocio, las maderas, andaba todo en dineros adelantados en los aserraderos a intermediarios como “Guillo” que sólo Juan Báez conocía, pues eran negocios de palabra, que si bien hasta ese momento le habían dado manera de vivir holgadamente, tenían sus riesgos y dificultades. En realidad, no se podía negar que conocía el asunto. Pero además, habiendo sido siempre tan madrugador y diligente, ya no se levantaba en la mañana antes de que dieran las once. Iba al Concejo y no decía palabra, pues nada parecía interesarle gran cosa.

Un día se supo que una canoa llamada “La Orfelina”, que había naufragado en circunstancias extrañas y dudosas frente al Cerro del Águila, iba cargada con maderas que pertenecían a Juan Báez, embarcadas por “Guillo” arriba de “Las Bocas”. Conocido el incidente, Juan Báez, que hacía meses no se preocupaba mayormente por establecer con detenimiento el estado de sus negocios, se embarcó para el río en una chalupa veloz. En Riosucio, encontró a “Guillo” borracho y hubo de esperar a que estuviera medio lúcido para saber qué había pasado. Y era todo tan enredado que acabaron juntos borrachos otra vez, conscientes sólo de que ni al uno ni al otro le quedaba un peso.

Desde ese día los dos desaparecieron del Puerto. La Mocangué, que esperó infructuosamente el regreso de Juan Báez, no dejó saber de nadie su dolor. En realidad, había despertado siempre en las gentes del Puerto más recelo que cariño y la miraban con desdén o con inquieta curiosidad. Los niños huían a su paso. Los mayores, ya se sabe cómo establecen parámetros arbitrarios en cuanto a las relaciones que existen entre belleza y bondad. Ella siguió siendo lo que había sido y regresó a “Las Brisas” a ejercer su profesión. Lo que no supo en definitiva fue cómo hizo para que las gentes dejaran de verla, poco a poco. Porque si alguien preguntaba “¿Qué se hizo La Mocangué?” le respondían: “Por ahí debe de andar, aunque hace días nadie sabe nada de ella”.


Cuando Juan Báez reapareció con el tiempo, quiso ir a buscarla pero tuvo grandes vacilaciones. Así no hubiera recuperado su perdido matrimonio, consideró que de pronto si volvía con La Mocangué sería incapaz de reponerse de todo lo pasado. Y, aunque decía que lo hecho era lo hecho, y era capaz de repetirlo con pelos y señales si retrocedieran sus años, también pensaba con cierto pragmatismo desconocido en él, que es bueno explorar nuevos caminos. Le produjo, sí, encontrados sentimientos, un estupor del que casi no sale, el recibir una boleta que le trajo un día un niño risueño, de hermosa figura. La boleta decía: “Guárdalo y cuídalo, porque es tuyo. Nació de aquella vez que hicimos el amor” y firmaba “La Mocangué”.


Jofre Peláez Mejía, Luis Gonzáles y Rubén López