viernes, 19 de octubre de 2012

Pimienta, el gato de Sofi.

Sofía salió de su casa aquella mañana, con sus mejillas rosadas, la insondable sonrisa de su rostro cálido y su peculiar nariz que permanece constantemente fría, en búsqueda de un felino que le apaciguaría la existencia. Después de caminar un par de vecindades, llegó a un lugar donde maullaban, ladraban, picoteaban y cantaban muchos animales, ansiosos de salir de las jaulas para buscar un hogar. La decisión no era fácil. Cada uno era igual de bello al anterior, y viceversa.

En el fondo, silencioso, oculto, pero indudablemente intrépido, yacía un gato con excelente postura, que miraba a lado y lado con una pícara sonrisa, como si estuviera seguro de que él sería el indicado para Sofía. Travieso, egocéntrico, cortante, distante, pero caballeroso.

Y así fue.





Salió esta preciosa chica, radiante como siempre, de aquel lugar; la incipiente diferencia era que ahora iba con un gato entre sus manos, una masa de pelo que le recordaba aquel árbol trepador de zonas tropicales húmedas: la pimienta. Sí, así quedó entonces el gato, bajo el nombre de Pimienta, haciendo estornudar a las personas, y trepándose entre las cortinas de las habitaciones de la casa de Sofía.

Pasaron varios meses, Pimienta creció y con él su galantería. Se había convertido en un Don Juan, felino, por supuesto; todas las gatas del barrio pasaban a buscarlo, y él, antes de salir, se franqueaba la lengua por sus patas, se vestía de esmoquin, se perfumaba con la mejor loción gatuna del mercado, y se montaba en el automóvil de la chica, con su sombrero y su bastón, como todo un Dandy, a recorrer el barrio. Algunas noches regresaba ebrio, cantando una canción de gatos, o la de Billy Dog, el perro que le aúlla a la luna, despertando a los vecinos con su maullar tan propio y seductor.

Cuentan que estuvo con ocho; algunos gatos, envidiosos, dicen que no fue más de cuatro, mientras que las gatas del callejón de la 51, que son más de quince, aseguran que él pasó por cada una de ellas, y que era un gran gato. -¡Qué gato!, -exclamaba Cecilia, la gata de las caderas inquietas. Dicen, también, que ninguna se atrevió a hacerle daño después de que él se introdujera en sus cavernas viscosas; incluso, aseveran, que parecía que llevase consigo, bajo el esmoquin negro del más fino cuero, alguna pócima de un buen búho hechicero, porque aquella cualquiera que cruzara mirada con él, quedaría para siempre enamorada; y ni hablar de quienes tenían alguna noche de pasión, en los techos del barrio La Francia.

Lo que no sabía Sofía, más allá de la precocidad de su gato, eran sus gustos exóticos y estrafalarios; gustos que había descubierto junto a ciertas compañías. Después de haber convivido con el gato de Hannibal Lecter (dicen que también tuvo una corta amistad, enviándose postales con con T. W. Adorno, el gato de Cortázar, y que vivió algún tiempo con Pink Tomate entre la caótica Bogotá con marea), quien compartía los mismos gustos que su amo, descubrió que también sentía, junto a aquellos dos, cierto deleite culinario por la antropofagia, y que su última noche de existencia mundana, sería una noche de placentero libídine en el que sería devorado. 

Puso un clasificado por internet. Dogy49 aceptó. Cayó la tarde.

Eran cerca de las 8 de la noche; sonó el timbre del viejo motel de doña Ratona, la misma que hacía las fiestas de Sex, Drugs & Rock N' Roll con la rana Rinrín, y entró una agraciada perra, con colorete rojo en la trompa, medias veladas y tacones negros. Su nombre era Débora. Pimienta esperaba al lado de una botella de vino “Gatonegro”. Él sería la cena.

Sofía, no sabía si su gato se había marchado con Pink, o si estaba en una fiesta descontrolada con Rinrín. Días después tocaron a su puerta la policía del barrio, un perro viejo, con revolver enfundado y una estrella metálica en su chaleco, para contarle que Débora se había –literalmente-, devorado a su gato, y que ahora estaba en la cárcel pagando por ello. Las gatas del barrio, le hicieron el funeral al recuerdo de su gato amante, bohemio, bandido y taciturno, y hasta Gatúbela derramó un par de lágrimas por Pimienta. ¡Pero Batman no puede enterarse!

domingo, 7 de octubre de 2012

La viajera


Marta agarró su corazón con marcapasos, el cuaderno fantasmagórico, su hígado empacado en una botella de vodka y la tinta que guardó por mucho tiempo para añejarse en los dos rótulos de su espalda. Esperó el autobús en el paradero, aquel vehículo de varias llantitas que siempre pasaba a la hora exacta y cambiaba el letrero de su destino. Pero el destino de Marta, desatinado, se había trasformado: el autobús no llegó a la hora esperada.

Sacó de su mochila la bicicleta portátil, y recordó que las alas las había dejado en el desván, junto al libro de Pizarnik que Manuel le había regalado en un cumpleaños, y que nunca leyó. Pero no importaba, la frenética noche era la indicada para el viaje a aquel paraíso prometido, al centro del centro, al borde del margen, al lado derecho del todo, al lado izquierdo de la misma nada.


                           Copyright.

Las estrellas iluminaban el camino oscuro y empedrado, un poco maltrecho por el furibundo aire del invierno pasado. El silencio de la noche magistral, parecía un anonadado sepulcro en el que posaba el cadáver de algún militar o líder político importante, de esos que mueren de viejos como dinosaurios en algún exilio. Las hojas en el piso, gratinadas por el sol, se desgarraban al contacto de las llantas de la bicicleta, mientras las hormigas en su fortuito ejército se las arreglaban para llevar al hombro los fragmentos quebrados que quedaban para ir a cubrir con un techo digno la casa de la hormiga reina, que llegaría de un largo viaje a Francia en dos días, probablemente cansada y sin ganas de dar muchas ordenes.

Marta se sentía inquieta. Había pedaleado como medallista, pero la ciudad aún se encontraba tras su espalda, como si la tuviese atada con cinta de enmascarar a su cintura. Los faros amarillos acrecentaban la distancia, y cada pedaleada hacia el centro del centro, al borde del margen, al lado derecho del todo y al lado izquierdo de la nada, la hacía acercase más a la casa de doña Estela, la dueña de la habitación donde pasaba las noches en vela, con sus cigarrillos Malboro propensos a consumirse y una que otra tasa de chocolate caliente. Entonces,  sacó de su bolsillo la publicidad de un viejo brujo llamado David, que prometía acercar o alejar a las personas por un monto de dinero. El dinero no importaba, ahora lo único que realmente le atañía a Marta era llegar al centro del centro, al borde del margen, al lado derecho del todo, al lado izquierdo de la misma nada. Llamó.

-El brujo David ¿cierto? –dijo Marta-
-Llámeme profesor, señorita –indicó una voz ronca y un tanto dormida al otro lado del teléfono-.
-Pues a mi llámeme Marta, sin tanto formalismo. –dijo irónicamente-
-Ya lo sabía. Soy brujo, ¿recuerda? –afirmó el profesor.
-¡Entonces sabrá que necesito desprenderme de este amor ingrato! –exclamó Marta, adolorida-.
-Tengo lo que necesita. Dígame el nombre y la olvidará antes de que cante el gallo –dijo-.
-¡Ya!, lo necesito lejos de mi vida ahora mismo.
-Se incrementa el costo, señorita Marta.
-No importa el dinero, ¡No importa! –exclamó anonadada-.
-Dígame el nombre de aquel ser, preciosa mujer.
-Manizales, oh profesor David… –expresó angustiada.

Enfadado, el profesor David colgó, pensando que se trataba de una sucia broma de alguna jovencita ebria. Pero no era así, él era brujo y sabía que la mujer, aunque un tanto turbada, quería desprenderse de un amor extraño, de una ciudad.

El teléfono volvió a sonar enseguida. Era Marta:

-Al parecer se ha caído la llamada, profesor.
-Sí, eso parece –exclamó el brujo David-. Deme 10 minutos y tendrá este amor que la martiriza y la esclaviza lejos, muy lejos.
-¡Gracias brujo! ¡Gracias! –gritó Marta alegre al lado de la bocina-.

La paloma mensajera salió con el dinero del profesor en la mochila verde que colgaba de una de sus patas. El brujo nunca retornó el recibo de pago.

Continuó pedaleando y la ciudad, al fin, la dejó ir de sus umbrales. Ahora sólo era el camino empedrado, las estrellas flamantes, las hormigas obreras y el sonido que producían las llantas de la bicicleta al tocar las hojas que habían caído de los altos árboles. Sentía que cada segundo estaba más cerca del centro del centro, al borde del margen, al lado derecho del todo, al lado izquierdo de la misma nada. No existía meta o expectativa que la llenara de más satisfacción, que el hecho de llegar a aquel lugar, donde se encontraría con todos y al tiempo con nadie. Con su pasado y con su futuro. Donde conocería su propio presente, lo invitaría a tomarse una cerveza y hasta quizá pasarían la noche juntos en un hotel de amor fortuito, inolvidable y barato.

Marta apresuraba su bicicleta, ansiosa de llegar hacia el centro del centro, al borde del margen, al lado derecho del todo, al lado izquierdo de la misma nada. Tan sólo se detuvo una vez para tomar un poco de té en una cascada. El camino, cada vez más oscuro, la hacía insertarse en sus entrañas y conocer las alcantarillas de su mente. Ahora, sentía que su nombre se había perdido de la cédula, y que podía cambiarse de identidad, presionar el botón de reset, y renovar su vida. Podría ser entonces Manuela, Maira o Mariana, o quizá se pondría un nombre extranjero para viajar fácil a Nueva Zelanda, o a Paris, como la hormiga reina, aunque no en primera clase. Esos son lujos para hormigas burguesas.

El cansancio es propio del hombre. Su cuerpo se extenuaba y necesitaba un poco de descanso. Se acostó debajo de un viejo puente de madera, donde varios nombres de enamorados habían sido plasmados con navajas de metal. El rio descendía fragmentándose en colores, y las pequeñas goteras que le llegaban a sus pies le mancharon las uñas del color del arcoíris. La colorida noche la envolvió con su magia. Buscó el toma eléctrico que se encontraba inserto en la columna de cemento que sostenía el puente, se conectó y se echó a dormir una pequeña siesta.

El sol se asomaba entre las nubes. El riachuelo había escondido sus colores de algunos señores que pasaban en camionetas, y ahora todo se había vestido del color normal de las cosas. Rio fosforescente. Montañas rojas. Cielo amarillo y sol azul. Nubes púrpuras y piedras plateadas. Todo ahora se encontraba tan normal como cuando Marta se dejaba seducir por la urbe, que le llevaba ramilletes de smog a la casa cuando intentaba conquistarla.

Se desenchufó, se secó los pies y guardó un poco de agua. Continuó acelerando al centro del centro, al borde del margen, al lado derecho del todo, al lado izquierdo de la misma nada, decidida a llegar en unas cuantas horas. A pesar de lo lejos que podía encontrarse aquel lugar, ella sabía cuanto valía la pena arriesgarse a dejar todo por conocerlo, porque ya había leído de lo mágico que era y había incluso recibido postales de personas desconocidas que aseguraban el encanto su espléndido parque, sus personas y sus pájaros.

Marta ahora recordaba su pretérito, mientras su mente se engalanaba de negro como un enterrador fúnebre, expectante de los recuerdos que ella quisiera llevar a la tumba. Recordó su triciclo y las competencias con Juan, con Mary, con Cristian, con Lucho, por aquella empinada falda. Recordó el accidente del joven en la moto que se rajó la cabeza y se le voló el cerebro. Remembró los letreros en los postes de la gente que buscaba el cerebro y ofrecía recompensa, ¡Pero nada! ¡Se había esfumado, volado!... quizá estaba en el centro del centro, al borde del margen, al lado derecho del todo, al lado izquierdo de la misma nada. Remembró a su papá leyendo el diario y a su mamá calentando las arepas con queso derretido. Perpetuó tantas cosas, que ahora todo estaba negro y se movía rápido. Muy rápido. Sus oídos se invadían por el sonido de una ambulancia, y el negro oscilaba entre el rojo de la sirena que cantaba una canción tortuosa y vertiginosa… ¿Una canción de heavy metal?

Abrió los ojos y enfrente de ellos, de las cejas negras y la retina pictórica, se encontraba una mujer vestida de enfermera, que le puso en su boca un respirador. A su lado derecho, unos hombres la llevaban en una camilla a toda prisa por el corredor de un hospital, y al lado izquierdo, Manuel, quien le decía exaltado que todo iba a estar bien. Un doctor, de los reales, de esos que usan buena loción y que escriben confuso, sacó de su bolsillo una linterna y observó sus ojos…

-La joven tiene las pupilas muy dilatadas. Debemos inmediatamente hacerle una limpieza a su organismo. Debe ser una sobredosis de algún alucinógeno. LSD, quizá… ¡Rápido! ¡Rápido!

…Marta sabía que había llegado al centro del centro, al borde del margen, al lado derecho del todo, al lado izquierdo de la misma nada.