Nota preliminar, a manera de Objetivo:
No existe un mejor espejo de la
sociedad que el arte, que atiende a su momento histórico y que, por demás,
algunas veces lo ha aventajado para datar cuestiones del pretérito que intervienen
en la realidad vigente, o para deliberar suposiciones del futuro forjado en el
presente. Dice Thoreau en Lectura (Sobre la desobediencia civil), que no hay
ejercicio más noble que el de la escritura; añado que, para mí, no sólo no
existe un ejercicio de mayor nobleza, sino que no existe un proseguir artístico
que haya permitido al hombre llegar hasta donde ha llegado como especie, sin
entrar en juicios valorativos sobre el progresismo… ¿Acaso no decapitó
Descartes a Luis XVI con sus obras dos siglos antes?
Hace pocos días, tras la rueda de
prensa de un libro recién lanzado en la ciudad de Manizales por un profesor de
la Universidad de Caldas, me di a la labor, con mi compañera Natalia, de tratar
de rescatar algunos de los autores que han sucumbido al olvido de éste país sin
memoria y que, por su indudable valor literario, nos sentimos en la obligación
de redimir y librar de la negligencia del vago recuerdo, tanto para darlos a
conocer en la memoria de nuestros contemporáneos, como para proveerles del
valor que realmente se merece el preclaro oficio de la escritura. Aunque mi
pretensión inicial se referirá sólo a autores de Manizales y del Departamento
de Caldas, quiero iniciar dando a conocer a Joffre Peláez Mejía, escritor e
intelectual antioqueño, ganador del Primer Puesto del IV Concurso de Novela y Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín
(1998) con su libro La novela de Amariles;
escribió además, el libro de relatos novelados El Puerto Rosa del Sol (1997), editado por él mismo en Lito Bogal,
Medellín. Murió el 15 de octubre de 2002. Éste es uno de los relatos de El Puerto Rosa del Sol:
LA MOCANGUÉ
Juan Báez se quejaba de no haber
encontrado un amigo verdadero, ni mucho menos una mujer que lo amara. Y
agregaba: “Dos cosas son lo más difícil: no ser uno el que es, y poder aguantarlo”.
Por lo demás ésa era toda su filosofía escueta. Lo decía en ocasiones que
venían al caso y, en términos generales, no abusaba.
Las gentes que dormían en lechos
adosados a los canceles de madera que haciendo las veces de muros separaban de
la calle, sentían desde muy temprano su fuerte taconeo arrítmico, que parecía
cojear ya de un pie, ya del otro, pues andaba presuroso, balanceándose agitado,
como si algo se le hubiera quedado sin hacer y se acordara de repente. Cuando
entraba intempestivamente a la tienda del antiguo Administrador de la Aduana,
el dueño se sorprendía como si fuera la primera vez y le decía: “A usted hay
que tomarle siempre como una aparición”. Lo cual era motivo para que Juan Báez
sonriera, sin más respuesta que un “¿Cómo amaneció?”, ya que sus ires y venires
constantes, aunque obedecieran a la necesidad de atender sus asuntos, tenían
también algo de manía inveterada de andar como autómata dando los buenos días,
para comentar luego algún hecho que se hubiera quedado sin aclarar en su mente
inquieta. O por pedir consejo o proponer cualquier iniciativa, pues era también
de una inagotable y febril actividad imaginativa, para idear cambios o reformas
en las cosas ajenas y en las del municipio, como si su ajetreo personal nunca
estuviera satisfecho y necesitara estar promoviendo acciones para las que no
siempre había medio suficientes. “Lo que hay que hacer, hay que hacerlo, ya ve
usted”. Era concejal, miembro principal
del Directorio, infaltable en toda reunión. Aunque no creyente devoto, estaba en primera fila de
las grandes festividades, cargando el palio o llevando pendones y estandarte en
las procesiones, afectando recogimiento impresionante por su porte
imperturbable, cara y cuerpo bañados en sudor por la canícula. Su desconfianza
había impedido que se casara joven y llevara una vida conyugal con altibajos; y
tuvo una caída que hizo época y no podía menos que dejar su huella. No debe
mantenerse con excesiva firmeza eso de caída, porque si bien en realidad su
matrimonio quedó desbaratado, su organización familiar se hizo pedazos, sus
relaciones sociales sufrieron gravemente, en lo económico se vino abajo y hubo
de perderse por un tiempo largo, después reapareció cualquier día, fue
rehaciéndose con facilidad ruidosa y pudo volver a jugar billar con desbocada
pasión. Por este juego era capaz de muchos desatinos. Podrían adelantarse otros
rasgos de su carácter que permitieran comprender mejor su enrevesada
personalidad a riesgo de caer en la tentación de deducir de ellos las consecuencias
de sus actos, postura rígida que niega al azar la virtud de intervenir con su
terrible cadena intempestiva de los hechos regulares. No se debe negar de plano
esa influencia, mitad siniestra, mitad benéfica. Lo duro está en saber a qué
atribuir los resultados de cualquier acción. ¿Cuántos seres caminan por el
mundo ignorantes de esto tan sencillo y al final de sus días duermen en paz? En
lo uno y en lo otro siempre será injusto el juicio posterior, por más que se
escribe hondo en los escombros. Rasgos que están ahí para tomarlos con
precaución y son estigmas que se ostentan por provocar.
Cuando Juan Báez se enamoró de La
Mocangué a sabiendas de los ínfimos atributos físicos que la adornaban, había
ya quienes lo tenían caracterizado como un hombre impredecible e impulsivo, y
que no salieron de su asombro frente a la ciega pasión que lo envolvió. La
Mocangué era un ser agreste, montaraz, reina del burdel, que no sabía ni su
nombre, que poco le importa si no fuera porque allá dentro de su alma
conservaba, íntegros, recuerdos imborrables que la hacían, en el fondo de sus
fondos, tan especialmente distinta que el día que supo Juan Báez su historia
completa, echó por la borda los pocos o muchos escrúpulos que tuviera y se fue
a vivir con ella ante el pasmo total y conmovido de sus hijas, de su esposa,
del Cura Palacio –que no se preocupaba porque en su iglesia no hubiera
matrimonios-, y del resto del Pueblo que lo tenía por ejemplar, por lo menos en
cuanto al cumplimiento de los deberes conyugales.
Pues resulta que Juan Báez era
impresionable, espontáneo y sincero. Decía que era franco, esto es, que decir
lo que pensaba y hacer lo que creía que debía hacer, eran su regla de conducta,
sin importar las consecuencias. El día que la Mocangué le contó la historia de su
vida se emborrachó, desafió a todo el mundo, y terminó jugando billar con su
enemigo más fiero, “Botalibras”.
Se supo mucho después que el nombre
de La Mocangué era Maria Dolores y que sus apellidos, Dávalos Armentía, habían
gozado de cierta notabilidad aunque a ella poco le importara, lo cual se notaba
en su comportamiento, la agresiva mirada de sus ojos zahareños y el modo de
ejercer su profesión de prostituta, alegre y descocada.
Era alta, más de lo común, con los
senos enormes y turgentes. Sus amplias caderas bamboleaban sin concierto,
porque su andar atropellado no dejaba espacios para ritmos de ninguna clase,
así fuera –como lo era- apasionada del baile. En “Las Brisas” era dueña y
señora de la pista. Llevaba a los parejos a su antojo y con mayor razón a Juan
Báez. Se vieron desde el primer momento el uno al otro, atraídos. Era de verlos
ya ebrios, consumidos de pasión y casi sin moverse, solos en la sala, reclinada
la cabeza de Juan Báez sobre el pecho de su amada, haciendo repetir hasta el
cansancio una canción caribe de amor, evocadora. Y a su tamaño descomunal, a su
exuberancia, unía una fealdad de cara que hacía preguntarse, a quien la viera
por primera vez, si los espantos era una mera suposición o había encarnaciones.
La nariz achatada y torcida, la boca grande, burlona, vengativa. Esa cabeza de
medusa. La mirada. ¡Esa mirada! ¿Quién iba a creer que Juan Báez, descubriera
una ternura infinita donde natura había negado que fuera posible imaginarla?
Al final de la tarde Juan Báez se
iba a la tienda de Don Víctor a componer el mundo, cuando no tenía reunión en
el Consejo en el Club de Rotarios. Luego, cuando el Botalibras regresaba de
algún viaje, Juan Báez se iba a buscarlo para jugar un “chico” en la Cantina
Grande, estratégicamente situada en la confluencia de los caños que comunicaban
el Puerto a la bahía. Eternos rivales, Botalibras y Juan Báez se conocían el
juego y recíprocamente se daban ventajas. Y una noche, antes de jugar, Juan
Báez se fue para “Las Brisas” con el deliberado propósito de verse con La
Mocangué, en una de esas arrancadas suyas, después de unos cuantos
aguardientes, como impulsado por el deseo de saciar alguna sed desconocida, con
el afán de verla desnuda y poseerla, o quién sabe qué otra idea atravesada en
el cerebro. Ella, a esas horas aún tempranas estaba como siempre sentada en su
silla, de frente en la entrada principal, mirando ensimismada hacia ninguna
parte. Pocas palabras necesitó Juan Báez para conseguir que hicieran el amor,
ese amor sin amor, escalofriante, que es una negación y al mismo tiempo una
afirmación. Dispuesta, en esa espera sin ninguna esperanza de las prostitutas.
En una de esas noches, cuando se escapa el indómito ser domesticado, Juan Báez
sintió un afán impostergable de escuchar de labios de La Mocangué su historia.
De verdad era ésta: “Sí, yo nací en alguna parte, no sé. Debe haber sido en un
lugar muy frío, porque en el Puerto hay noches que en medio del calor sofocante
recuerdo y se me hiela el corazón. A los cinco años comencé a trabajar. A los
dieciocho me casé, a los veintiocho abandoné lo que ya no era un hogar y aquí
estoy. Y eso es todo”.
-¿Cómo así?- dijo Juan Báez.
-¡Así!- dijo La Mocangué. -¿Con quién hiciste el amor por primera vez?
-¡Con quién iba a ser, con mi marido!
-¿Cuándo lo hiciste?
-A los dos años de casada.
-¿Cómo así? -¡Así!
-¿Y cuántas veces hiciste el amor con tu marido?
-Cuatro. Tuvimos cuatro hijos.
-¿Cómo así? -¡Así! -¿Y por qué?
-Porque yo pensaba que era sí. Que al casarme mi deber era atender a mi hombre y trabajar para él, hacerle la comida y remendarle la ropa. Y él, bebía y bebía y vivía borracho. Cuatro veces estuvo sin beber, ¡y tuvimos cuatro hijos! Después me pareció que ésa no era la vida, si es que la vida es algo. ¡Y aquí estoy!
De allí salió disparado Juan Baez a buscar a “Botalibras” y
esa noche lo “peló”.
¿Cuál fue el encanto de las noches
que siguieron? ¿De los meses y años que siguieron? En el principio, a Juan Báez
le pareció encontrar que entre las sombras y las luces del cuarto donde hacían
el amor en “Las Brisas”, los acechaban ocultas sinrazones que se dejaban venir
en los momentos de éxtasis mayor. No eran premoniciones ni dudas, ni avisos, ni
sugerencias de ninguna clase que le llegaran de cualquier gesto sin
premeditación que hiciera La Mocangué. Sentía que algo le impedía disfrutar la
plenitud de esos momentos. Pero allá, muy dentro de sí, le quedaba la agradable
sensación de un placer desconocido. Y eso fue lo que siguió, como se siguen las
estrellas, dispuesto a descifrar lo indescifrable, sin una noción clara de si
eran sus instintos o la deliberada vocación que tenía de hacer lo que le
parecía bien hecho.
Ciertas noches, La Mocangué le
repetía su historia con nuevos detalles, y más sombríos tintes. ¿También eso lo
retenía? Juan Báez afectaba rasgos de lucidez, pero inconsistencias e
indecisiones lo dominaban. Y así pensó encontrar que sus amores con La Mocangué
podrían llegar a una encrucijada, que verla era ya más un daño que una
conquista de los dos y que quizá debían reconocer que la felicidad es imposible.
Ella, de ser la esclava de un
hombre inexistente, pasó a ser una prostituta, esclava de mil hombres sin
rostro, acaso sin alma, con instintos qué saciar. Sus amores con Juan Báez
despertaron los gorriones que tenía dormidos y armaron estos con sus alas tal
alboroto, que los alaridos de La Mocangué cuando copulaban en las mañanas,
ponían a retumbar los árboles en la selva vecina, y una vez una ceiba bonga
inmensa se deshizo ante los ojos incrédulos de los campesinos que oyeron el
último estertor matutino y sublime de esa alma buena que quiso limpiar sus
pecados en su entrega alucinada con el soplo impetuoso de las mismas entrañas y
alientos de Juan Báez. Entonces llegaron a ser esclavos uno del otro, ardiendo
en los deseos de darse con la fiera obstinación que obliga a todas las renuncias.
“¿Qué le pasa a Juan Báez?”, se preguntaba la gente. Se supo que sus negocios
de madera iban mal. Perdía más de la cuenta al billar con Botalibras. Era una transformación
incontenible. Le consiguió una casita en las afueras a La Mocangué. Y ella se
trasteó con sus escasas pertenencias y unos cuantos trebejos que compraron: le
dijo que no necesitaba nada. Juan Báez había ido dejando sus negocios de madera
en manos de un desconocido a quien decían “Guillo”, río arriba.
De amanecer en amanecer, mientras los
pájaros cantaban afuera, Juan Báez y La Mocangué se decían sus amores y
recordaban sus tristezas. Ella tenía de sus propios sufrimientos una fijación
en su memoria igual a la que tienen los seres simples, que parecen llevar por
la vida la cruz de sus desdichas como meros designios contra los cuales nada se
puede hacer. Por eso sus relatos no tenían quejas ni reproches. Eran más bien
la exposición airada de cosas viejas y feas que sorprenden por lo absurdo y
pintan un cuadro patético sin que pretendan hallar la compasión de quien lo
mira. Que al contemplarlo puede llegarse a comprender por cuáles intrincados
caminos ha de atreverse alguien que quisiese saber de los demás. Juan Báez se
hacía repetir una y otra vez muchos pasajes que pensaba imposibles. Ella se
expresaba con las mismas palabras y reiteraciones, más por complacerlo que por
encontrar respuestas o justificaciones. En cambio, lo que él dijera de sí, ella
daba muestras de comprenderlo con la clarividencia del que lo sabe todo desde
mil años antes. Para todo, una respuesta, y eso lo desconcertaba, lo llevaba a
revivir entre esos brazos robustos, cariñosos, que acababan envolviéndolo para
oír más verdades de su vida, y se dejaba llevar de nuevo hacia la cuna de amor
incontenible, hasta que el sol en lo alto amenazaba derretirlo, entrando por
todas las rendijas. Acababa Juan Báez preguntándose cómo era que La Mocangué
había sufrido tanto; y él, también, sin haberlo pensado, ahora se daba cuenta
de cuán profundamente se lleva el sufrimiento. Pasaba por las casas de los amigos a ver qué le
decían, y al encontrarlos como raros y distintos se enojaba, desconfiado de
ellos, terminando por la tarde en la tienda de don Víctor, quien tuvo muchas
veces que hacerlo llevar perdido de la borrachera a la casa de La Mocangué. Ella
lo recibía como si nada ocurriera, lo cuidaba con caldos y aderezos, y cuando
recuperaba fuerzas, le jugaba, le hacía monerías, lo atraía invitándolo a que
disfrutara de eso que Juan Báez conocía, -al parecer, por primera vez-, pues se
preguntaba: “¿Qué era lo que había yo hecho en la vida que ha pasado?” Pensar
así le daba ánimos y lo hacía sentirse seguro, aunque el resto de los mortales
pensara lo contrario y lo viera hacer tantas pendejadas juntas.
Porque, por encima de todo, ahora
tenía unas ínfulas violentas que hasta en el mismo caminado se le notaban.
Había acentuado sus vaivenes y su taconeo, daba pasos que parecían más cortos y
más acelerados, como si tuviera cuerda, con los brazos doblados, en ele, hacia
delante, y los puños cerrados, como quien inicia un baile suelo. Sus ropas,
antes impecables, de lino blanco y su sombrero, dejaban ver algún descuido, con
ser que La Mocangué se desvivía dando golpes de manduco todo el día a las
manchas rebeldes que no se saben dónde cogían los fondillos. Porque Juan Báez
había sido meticuloso, como nadie, en el vestir, era extraño verlo de tal modo.
Aunque es de suponer que La Mocangué no entendiera de excesivos cuidados
exteriores, él olvidaba en ocasiones ciertos detalles mínimos, muy suyos, que
lo caracterizaban. En fin. Sería lo de menos si no significara un cambio
radical en todo su comportamiento. Se vio que había abandonado de un tajo sus
deberes de esposo y padre. Su mujer se llevó lo que pudo, que no era mucho,
pues los muebles no valían gran cosa. Su principal negocio, las maderas, andaba
todo en dineros adelantados en los aserraderos a intermediarios como “Guillo”
que sólo Juan Báez conocía, pues eran negocios de palabra, que si bien hasta
ese momento le habían dado manera de vivir holgadamente, tenían sus riesgos y
dificultades. En realidad, no se podía negar que conocía el asunto. Pero
además, habiendo sido siempre tan madrugador y diligente, ya no se levantaba en
la mañana antes de que dieran las once. Iba al Concejo y no decía palabra, pues
nada parecía interesarle gran cosa.
Un día se supo que una canoa
llamada “La Orfelina”, que había naufragado en circunstancias extrañas y
dudosas frente al Cerro del Águila, iba cargada con maderas que pertenecían a
Juan Báez, embarcadas por “Guillo” arriba de “Las Bocas”. Conocido el
incidente, Juan Báez, que hacía meses no se preocupaba mayormente por
establecer con detenimiento el estado de sus negocios, se embarcó para el río
en una chalupa veloz. En Riosucio, encontró a “Guillo” borracho y hubo de
esperar a que estuviera medio lúcido para saber qué había pasado. Y era todo
tan enredado que acabaron juntos borrachos otra vez, conscientes sólo de que ni
al uno ni al otro le quedaba un peso.
Desde ese día los dos desaparecieron
del Puerto. La Mocangué, que esperó infructuosamente el regreso de Juan Báez,
no dejó saber de nadie su dolor. En realidad, había despertado siempre en las
gentes del Puerto más recelo que cariño y la miraban con desdén o con inquieta
curiosidad. Los niños huían a su paso. Los mayores, ya se sabe cómo establecen
parámetros arbitrarios en cuanto a las relaciones que existen entre belleza y
bondad. Ella siguió siendo lo que había sido y regresó a “Las Brisas” a ejercer
su profesión. Lo que no supo en definitiva fue cómo hizo para que las gentes
dejaran de verla, poco a poco. Porque si alguien preguntaba “¿Qué se hizo La
Mocangué?” le respondían: “Por ahí debe de andar, aunque hace días nadie sabe
nada de ella”.
Cuando Juan Báez reapareció con el
tiempo, quiso ir a buscarla pero tuvo grandes vacilaciones. Así no hubiera
recuperado su perdido matrimonio, consideró que de pronto si volvía con La
Mocangué sería incapaz de reponerse de todo lo pasado. Y, aunque decía que lo
hecho era lo hecho, y era capaz de repetirlo con pelos y señales si
retrocedieran sus años, también pensaba con cierto pragmatismo desconocido en
él, que es bueno explorar nuevos caminos. Le produjo, sí, encontrados
sentimientos, un estupor del que casi no sale, el recibir una boleta que le
trajo un día un niño risueño, de hermosa figura. La boleta decía: “Guárdalo y
cuídalo, porque es tuyo. Nació de aquella vez que hicimos el amor” y firmaba
“La Mocangué”.
Jofre Peláez Mejía, Luis Gonzáles y Rubén López
2 comentarios:
Genial iniciativa, felicitaciones Caballero.
Me recuerda mi tierra.
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