martes, 27 de julio de 2021

¿Para qué leer a Eduardo Escobar - Cuando Nada Concuerda?

 ¿Para qué leer Cuando nada concuerda?


Tomado de: UNAL.

Conocí a Eduardo Escobar (y digo “conocer” no como un acto presencial de ese confluir de conciencias y huesos envueltos en piel, sino desde aquel distanciamiento asistido que se llama “literatura”) a través de una cuidadosa selección de poetas nadaístas, titulada Antología del Nadaísmo, prologada por Armando Romero y editada por la Biblioteca Sibila de la Fundación BBVA de Poesía en Español, donde apareció al lado de falsos profetas como Gonzalo Arango, y de grandes poetas como Jaime Jaramillo Escobar. Pasó levemente inadvertido, sopesado por algunas imágenes que pronto cayeron en la desmemoria, ante el deslumbre magistral de los versos del ya mencionado ex X-504. Por el azar, suceso que se rehusó admitir Borges, o por el destino mismo, dos caras de una misma hoja de papel calco, pronto empecé a hacerlo presente, o sea, consiente, al encontrarlo como columnista en algunas revistas y periódicos que revisaba bajo el sacro estupor rutinario de los domingos; pronto, quien fuese en aquel entonces mi compañera de camino, Natalia, lo reencontró entre los mismos azares en un comentario a la obra de Fernando González en el pasquín El Aleph, al que con aguda ligereza calificó de hombre viejo de grata escritura y mal poeta. Se advino, entonces, su nombre sobre nosotros, como maldición del megalómano Moisés, tras ciclos de conferencias, artículos periodísticos y el lanzamiento de su último libro, Cuando nada concuerda, al que yo llamé, bajo cierto traspié asertivo e inocente, “Cuando nada convenga”.

Yo también encontré en Eduardo un viejo que me entretuvo dos tardes de sábado en la escasa somnolencia de mi casa; discutí con esa habilidad para perder el hilo al tratar de hilvanar acontecimientos, tal y como le sucede a veces a mi abuelo cuando me cuenta alguna historia. Encontré, por demás, ausencias de esa sapiente paciencia que llaman “comas”, que me eran indispensables en la lectura, y que por motivos de capricho me obligaron a releer los párrafos bajo un vago sensacionalismo de corrector de estilo que a veces me embarga; pero también encontré a lo largo de la obra, una guía de lectura no sólo para esas sectas que se autodenominan neo-nadaístas, sino también para recalcitrantes sibaritas de otro tipo de lecturas como yo. Encontré valiosos textos en el enriquecedor Índice Onomástico para entretenerme, tanto consiguiéndolos como leyéndolos, entre la parafernalia decembrina, y también me topé con otro que detesta el poco gusto musical del diablo al influir en esos violines agudos y brillosos de Giuseppe Tartini cuando pretendió torturarnos con su Il trillo del diábolo. Tras el pésimo prólogo hecho al libro por Ángel Nogueira Dobarro, encontré una Justificación que merece ser leída, una Pregunta de Dios con el mismo aire de escape fallido a la religión de un tal Cristo que nos enseñaron en nuestros colegios católicos arquidiosesanos; una Higuera estéril con brillantes alusiones al influyente judaísmo sobre la cultura occidental; un Problema del patas donde recalca la importancia de este tropical personaje en la historia; un Imperio y necesidad de la mentira donde poco habla de los imperios; una Moda y la farsa donde destaca la importancia del atuendo; un suceso en un Equívoco Paraíso donde habla desde la postura de un viejo liberal, con ardores de Uribista, de las drogas que lo acompañaron por la senda nadaísta; otros cuántos ensayos que parecen más artículos periodísticos dominicales, y la culminación del libro de ensayos con En el punto muerto de la escritura, texto que vale la pena no perder de vista.

Encuentro en el libro a Eduardo, el poeta, y a Eduardo, el ensayista, con cuya prosa, que oscila entre el refinamiento de sus lecturas y los refranes de su natal Antioquia, sabe cómo cautivar al lector con magistrales inicios en cada uno de sus ensayos, todos prometedores, sin embargo, no todos cumplidores de aquella promesa. Encuentro también una serie de sucesos divertidos, desconcertantes, nostálgicos, ciertos brotes de remilgada intelectualidad pero, sin lugar a dudas, encuentro entre el fino papel con ciénagas de tinta, tal y como lo declaró Eduardo a Carlos Restrepo en una entrevista publicada en El tiempo, un intento de salvarse de la catástrofe masiva que fue ese siglo que lo vio nacer a él junto a una serie de jóvenes promesas bajo la desmedida tendencia hacia el olvido por parte de la selectiva Historia. Es por todo esto, o por una simple propensión a ocupar el tiempo en algo diferente a la habitualidad, que considero que vale la pena leer Cuando nada concuerda.

¿Para qué leer ensayos?

El ensayo exhorta a la libertad del espíritu. Inicia y termina donde el autor y, sea dicho de paso, el tema mismo, consideran que se debe hacer, y no necesita comenzar en el principio de los tiempos, cuando el espíritu de Dios navegaba sobre los campos de la nada sin electricidad alguna; algunas veces, el ensayo termina donde nada tiene para decir. Sin embargo, es el exceso de libertad en el ensayo, exento de la rigurosidad académica, lo que lo ha llevado a subsumir ante la parafernalia híper-metafísica contemporánea, y ante las estafas de los gurúes de la superación personal y los fascistas de la salud, que a diestra y siniestra nos prohíben el cándido placer de controlar el fuego estoico a través de un cigarrillo, a sabiendas que, en palabras de André Gide, "Escribir (o leer) es para (nosotros) un acto complementario al placer de fumar".

Estos son, por demás, los tiempos en los que la ciencia se ha desprendido, desligado, divorciado y distanciado de las artes literarias; cuando los filósofos medianamente serios, como aquellos que pertenecen a los círculos de Viena o a la escuela de Fráncfort osan hacer préstamos de la poesía, se considera el resultado de este hecho como simple doxa ,o como “intuición intelectual”, en el sentido Kantiano, enteramente subjetivas. Palabras más, palabras menos: charlatanería de la cultura. El ensayo, tan cercano tanto al libre arte del habla cotidiana, como al estrecho informe riguroso cientificista, le da al escritor la paz, inclusive, la conmiseración, de expresar con cierta libertad aquello que piensa de ipso facto, o aquello que ha pensado a lo largo de toda una vida.

Muchas personas, con afanes de voracidad conclusiva, dudan de la veracidad del ensayo, ya que precisamente este no concluye, lo cual es irrefutable. Un ensayo al final de su lectura (y de su escritura) siempre da de qué hablar, de qué pensar: desafía las certezas libres de dudas, implantando en el lector una emoción por indagar, extraer o investigar asuntos correlativos al texto leído. El ensayo es de carácter abierto en tanto rechaza las sistematizaciones, y se permite libertades de absorción, ya que puede deglutir tanto conceptos como teorías completas. Algunos ensayos, inclusive, devoran pendejadas: todos tenemos algo que decir, y generalmente creemos que es valioso. Es entonces el ensayo un ejercicio crítico por excelencia.

En sus Ensayos sobre Literatura, tomo IV, dice Adorno que el ensayo es más dialéctico que la dialéctica hegeliana, ya que, parafraseándolo, toma la lógica hegeliana al pie de la letra: ni se puede blandir inmediatamente la verdad de la totalidad contra los juicios individuales, ni se puede hacer finita la verdad convirtiéndola en un juicio individual, sino que la aspiración de la singularidad a la verdad se toma literalmente hasta la evidencia de su no verdad. Es por esto que, aunque el ensayista hace uso de ciertas capacidades retóricas, de las que yo, en un acto de sinceridad recalcitrante, admito hago uso aquí, también se permite hacer el uso de ciertas deducciones científicas para dar a conocer elucubraciones o consideraciones frente a temas que pasan por un ejercicio crítico y espiritual personal, para dar a conocer un resultado que no necesariamente es total, concluyente o final, sino que quiere echar de ver una posición del autor frente a determinados temas, con la mayor libertad del pensamiento que es precisamente el campo o las tablas del ensayo, donde mejor puede desarrollarse la crítica para dar rienda suelta a la creatividad, y dar cabida a factores que pueden y suelen ser pasados por alto por los críticos y científicos más voraces. De esta libertad quiero hablar yo: de la libertad que se da Eduardo Escobar para hablar de lo único que supo hacer, leer y escribir, a través del método moderno más libre del que podemos dar cuenta: el ensayo.

¿Para qué leer?

En el primer ensayo del libro Cuando nada concuerda, titulado Justificación, habla Eduardo Escobar de un libro dentro de un libro de Thomas Mann (dentro de un libro de Eduardo Escobar), y da su primer aporte a aquello que pretenderé hacer, que es develar y enfrentarme a la visión del escritor sobre lo que es literatura y lo que es un libro, expresado a través del ensayo. Nos propone en la página trece, una obviedad: no todo texto es para todo lector. Pero, a su vez, no todo texto es para todo lector en cierta edad, en ciertos momentos o bajo ciertas circunstancialidades. Es aquí donde aparece el placer de la relectura, ese enfrentarse al Quijote a los dieciséis años, después de haber sido obligados a leerlo en tercero de primaria, para tratar de entender por qué un gran devorador de libros termina envuelto en quiméricas, convertido en amigo de un campesino iletrado, quizá por el hecho de que no siempre los libros son los mejores amigos, compañeros, o los mejores amantes.

La modernidad se dio a la labor de desmitificar; con ello, los poetas y los literatos se han dado a su vez al laborioso adeudo de conservar a Dios como una metáfora bucólica, de la misma manera que Márquez aseveró en sus Memorias de mis putas tristes que “morir de amor no era más que una licencia poética”. Pero hemos olvidado que detrás de las formaciones culturales, ciertas veces, al parecer, existe cierto misticismo o encantamiento que conservamos desde niños, y que nos acompaña por más que tratemos de entender el mundo desde sus causalidades. ¿Qué permite que la literatura, como medio de comunicación, de expresión y de conservación histórica exista y persista milenios, por sobre miles de acontecimientos y sociedades? ¿Por qué el lenguaje escrito y no alguna otra forma de comunicación? ¿Por qué aquellos sincronismos, aquellos hombres superiores a su tiempo, de los que aún conservamos sus textos, existieron para nuestro entendimiento de las cosas o para el sano deleite de la belleza? ¿Merecemos a Cervantes, a Shakespeare, a Quevedo, y tantos otros que crucificamos hasta verlos morir para luego negociar con sus obras? Yo, al igual que Borges en La Flor de Coleridge, quien no es simplemente un escritor decorativo tal y como lo afirma Escobar, creí que “Durante muchos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue Johannes Becher, fue Whitman, fue Rafael Cansinos-Asséns, fue De Quincey.”[1] Y dentro de esa mística de atarraya que es la literatura, donde un escritor del siglo XVI escribe el desenlace de una historia que apenas comienza en el siglo XX, aparece Eduardo Escobar a recomendarnos lo más íntimo de su ser, sus propias lecturas, que tanto nos dicen de su personalidad, pero que aún más nos dicen de aquello que expresa en la página quince de Cuando nada concuerda, donde nos relata que “mientras leía, pensaba por qué una filósofo fallecido en Frankfort de Meno catorce años antes del día cuando el senador le dedicó su precioso tiempo, con mucha probabilidad en la edición póstuma de 1864, había podido ser decisivo para una generación lejana como la mía, por razones muy parecidas a las que hirieron al protagonista de la novela, por confusiones semejantes o emparentadas”[2], a propósito de un libro de Schopenhauer. ¿Acaso no es magia o mística poder entablar una comunidad con todos los hombres, de todas las sociedades, aunque ya estén muertos, a través de diferentes dialectos, para contar aquello que todos hemos sentido, aunque otros de manera más profunda lo supieron decir? Siempre hay que regresar a los griegos, decía Robert Graves. Aún en Colombia, es necesario regresar y aprender un poco de aquellas enseñanzas de caverna que nos llegaron a través de aquel arte tan cercano a la traición que es la traducción. Aún en Colombia, increíblemente.

Eduardo dista de definir qué es un libro, con la frialdad que lo hace la Real Academia de la Lengua Española, o Martín Alonso en su Enciclopedia del idioma. Tan sólo nos dice algunas de sus características: una concatenación de fonemas, morfemas y oraciones pegadas con colbón; una prolongación de la memoria; un contenedor de esencias inconclusas que se revelan al lector poco a poco en cada relectura, sin entregarse a él por completo. Dice que “los libros están vivos y cambian en cada encuentro como algunos amigos inagotables”[3]; esta concepción de considerar vivo aquello que se nos muestra inerte, sobre la materia fría y deleznable que compone, incluso, un objeto tan apreciable como un libro, nos da la pretensión de entender que el texto escrito está a veces situado por encima de las exposiciones discursivas, ya que no son productos de los automatismos verbales y profundizan más sobre un tema que el pensamiento tradicional. Si bien los textos se obligan a detenerse, y obligan al lector y al escritor a realizar pausas para pensar, lo cual le da el carácter estático a la lectura, también nos dan la libertad del espacio y el tiempo para ahondar sobre los temas propuestos, y nos permiten con cierta plena argumentación y exposición dialogar con nosotros mismos, crear personajes irreales, ficciones para personajes reales, o simplemente nos consienten dar componentes críticos y reflexivos de lo que se acota, por encima de la opinión discursiva, tan atada a la contemporaneidad deleble del tiempo. Los libros necesitan colores, horas, momentos, circunstancias, para desnudarse poco a poco ante el lector. Necesitan de otros libros, de otros pensamientos, y es por esto que, aunque individuales en su materialidad, son complementarios en lo que dicen, no sólo por ser productos de comunidades de habla y de todo aquello que desarrollan dichas comunidades, sino porque trascienden la materialidad desde su propicio carácter de idea.

Haciendo alusión, aunque sin mencionarla, a la ya referenciada Flor de Coleridge, de Borges, Eduardo nos dice que “Cada uno es un fragmento del libro total que los hombres tejen, destejen, y rehacen desde el descubrimiento de la escritura, la pauta a un enredo de caminos de vueltas infinitas que se separan para volver a tropezar y que se reúnen para apartarse otra vez”[4]. A propósito del símil con el ciego de Buenos Aires, éste le diría que “Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia”[5]. Cada libro nos lleva a tropezarnos con otro libro, y cada escritor que leemos se transmuta en una parte de nosotros mismos, de la que no podemos fácilmente deslindarnos, en algunos casos sólo con las dificultades del Alzheimer.

También un libro es un compromiso: es un recurso de las sociedades que “levantan el tono moral (…) y refinan la sensibilidad embotada en los trajines de la vida práctica”[6]. Un libro, como constructo social, no es un ente independiente, ni le pertenece enteramente a quien lo escribe más que a quien enteramente lo lee. Es por esto que a veces se persigue a quién escribe un libro; otras tantas se persiguen los libros, y pocas veces se entiende que lo que realmente tratan de decir ciertos libros no puede ser acallado ni con incineraciones de tinta, ni con aguaceros de plomo: los libros son constructos dialécticos, en la medida que son construidos por los hombres, para los hombres, pero que pueden superar a los mismos hombres. Es por esto que “en épocas de crisis y cambios sociales los organismos estatales suelen preocuparse por un exceso deplorable por los productos salidos de los literatos. Y no sólo los autores de libros pragmáticos merecen la ríspida atención de los críticos de la policía. También los que escriben libros sin utilidad aparente, por el simple placer de garrapatear,  de hallar un poco de belleza u de sentido en las historias del mundo y en la manera de contarla”[7], dice Eduardo Escobar el capítulo titulado Autores Prohibidos.

Los vínculos humanos son frágiles e instrumentales, los afectos llegan rápidamente su auge y pierden su atractivo con la misma velocidad. Tal como lo expresa Lipovetsky[8], las relaciones se manejan bajo las mismas pautas de conexión y desconexión en la Red. Todo es etéreo, y de acuerdo a la utilidad que le puede brindar al hombre otro hombre, una comunidad o una institución, éste se conecta o desconecta de ella. Los límites de pertenencia y reciprocidad hacia las personas o hacia la hegemonía del Estado, por ejemplo, son abolidos. Esta abolición de los límites se ve reforzada por la proliferación de sistemas abstractos –el económico, político, cultural, etc.-, cada uno con su propia lógica racional de reproducción y desarrollo, aunque fuertemente interrelacionados[9]. Es a estos sistemas abstractos por separado a los que el individuo debe rendirles una fidelidad que otrora fue hacia el Estado y que, como todas las relaciones intersubjetivas de nuestros días, es inestable. A la par de esto, nos dice Escobar que en el mundo actual “Necesitamos fatigar las concupiscencias hasta sus límites, forzar las tensiones, llevar el arrebato hasta el desfallecimiento”. Estamos bajo una sociedad atiborrada de información, como alguna vez lo dijo Huxley en Brave New World, mejor que Orwell en 1984, que por la velocidad del tiempo no podemos digerir, por lo cual un libro, un elemento estático y en movimiento, comunitario, pensado a múltiples voces durante decenios, desaparece sobre las inmensas masas inmersas en lujosos y veloces ritmos de existencia que no les permite preguntarse sobre el sentido de la vida o la llegada de la muerte, que puede ser el principio de la vida misma.

¿Qué papel cumple el libro en nuestra contemporaneidad? Responde Eduardo que “perdida la clave de vivir, en compensación las librerías se llenan de idearios de una retórica inagotable. Tratados para la enseñanza del amor, sobre la forma de hacer los hijos y de parirlos y amamantarlos.”[10].

Después de tremendas reflexiones sobre el carácter desmedido del tiempo, tiempo que se devora a Eduardo, lo veo en sus arrugas, ¿qué es, finalmente, un libro?, ¿para qué leer? Un libro es la única manera de establecer contacto con nuestros antepasados, con las civilizaciones que dejaron la semilla del conocimiento y de la barbarie; es la única manera de entender un mundo que se nos muestra inteligible, y que quizá cuando lo logremos entender, después de tantos tratados filosóficos, de tantos significados sobre lo que es el sentido de la existencia, según Eduardo, e inclusive, sobre si realmente existe un sentido a nuestra existencia, un libro es la mejor manera de entendernos como partícipes de la posteridad; leer, entonces, es “ensayar una interpretación parcial, provisional, y siempre perfectible. Un libro nos permite a lo sumo una aproximación. Un acercamiento relativo.”, acercamiento no sólo a los propios libros y a lo que ocultan, o a lo que no hemos sabido descifrar, sino a nuestra propia existencia: quizá las respuestas de todo lo que nos preguntemos, en palabras de Galileo, están reservadas para habitáculos de sustancias más puras y perfectas, y sin embargo, seguiremos escribiendo, porque “mientras se escribe, se aprende”[11], y quizá de tanto escribir algún día podremos entender que “un libro es un libro es un libro como la rosa reputada de Gertrud Stein es una rosa es una rosa”[12], y nuestra existencia es Un sueño en un sueño de alguien que se atrevió a soñar al mismo Edgar Allan Poe.

Original escrito para las discusiones matutinas del día sábado del Semillero de investigación en literatura transaccional Senderos de la Universidad de Caldas, año 2015, y presentado en el I Foro de Literatura Transaccional.


[1]  BORGES, J (1985). Obras Completas. Tomo II. Emecé Editores: Barcelona. Pp. 115.

[2] ESCOBAR, E (2013). Cuando nada concuerda. Siglo del hombre editores: Bogotá. Pp. 15.

[3] Ibíd. Pp. 16.

[4] BORGES, J. Íbid. Pp. 116.

[5] Íbid. Pp. 116.

[6] Íbid. pp. 256

[7] Íbid. 248

[8] LIPOVETSKY, G (2000). La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Anagrama. Barcelona.

[9] LUHMAN, N (2007). La sociedad de la sociedad. Colegio de México. México.

[10] ESCOBAR, E. Ibíd. pp. 248

[11] ESCOBAR, E. Ibíd. pp. 275

[12] ESCOBAR, E. Ibíd. pp. 24