¿Para qué leer Cuando nada concuerda?
Conocí a Eduardo Escobar (y digo “conocer” no
como un acto presencial de ese confluir de conciencias y huesos envueltos en
piel, sino desde aquel distanciamiento asistido que se llama “literatura”) a
través de una cuidadosa selección de poetas nadaístas, titulada Antología del Nadaísmo, prologada por
Armando Romero y editada por la Biblioteca Sibila de la Fundación BBVA de
Poesía en Español, donde apareció al lado de falsos profetas como Gonzalo
Arango, y de grandes poetas como Jaime Jaramillo Escobar. Pasó levemente
inadvertido, sopesado por algunas imágenes que pronto cayeron en la desmemoria,
ante el deslumbre magistral de los versos del ya mencionado ex X-504. Por el
azar, suceso que se rehusó admitir Borges, o por el destino mismo, dos caras de
una misma hoja de papel calco, pronto empecé a hacerlo presente, o sea,
consiente, al encontrarlo como columnista en algunas revistas y periódicos que
revisaba bajo el sacro estupor rutinario de los domingos; pronto, quien fuese en aquel entonces mi compañera
de camino, Natalia, lo reencontró entre los mismos azares en un comentario a la
obra de Fernando González en el pasquín El
Aleph, al que con aguda ligereza calificó de hombre viejo de grata
escritura y mal poeta. Se advino,
entonces, su nombre sobre nosotros, como maldición del megalómano Moisés, tras
ciclos de conferencias, artículos periodísticos y el lanzamiento de su último
libro, Cuando nada concuerda, al que
yo llamé, bajo cierto traspié asertivo e inocente, “Cuando nada convenga”.
Yo también encontré en Eduardo un viejo que
me entretuvo dos tardes de sábado en la escasa somnolencia de mi casa; discutí
con esa habilidad para perder el hilo al tratar de hilvanar acontecimientos,
tal y como le sucede a veces a mi abuelo cuando me cuenta alguna historia.
Encontré, por demás, ausencias de esa sapiente paciencia que llaman “comas”,
que me eran indispensables en la lectura, y que por motivos de capricho me
obligaron a releer los párrafos bajo un vago sensacionalismo de corrector de
estilo que a veces me embarga; pero también encontré a lo largo de la obra, una
guía de lectura no sólo para esas sectas que se autodenominan neo-nadaístas,
sino también para recalcitrantes sibaritas de otro tipo de lecturas como yo.
Encontré valiosos textos en el enriquecedor Índice
Onomástico para entretenerme, tanto consiguiéndolos como leyéndolos, entre
la parafernalia decembrina, y también me topé con otro que detesta el poco
gusto musical del diablo al influir en esos violines agudos y brillosos de
Giuseppe Tartini cuando pretendió torturarnos con su Il trillo del diábolo. Tras el pésimo prólogo hecho al libro por Ángel
Nogueira Dobarro, encontré una Justificación
que merece ser leída, una Pregunta de
Dios con el mismo aire de escape fallido a la religión de un tal Cristo que
nos enseñaron en nuestros colegios católicos arquidiosesanos; una Higuera estéril con brillantes alusiones
al influyente judaísmo sobre la cultura occidental; un Problema del patas donde recalca la importancia de este tropical
personaje en la historia; un Imperio y
necesidad de la mentira donde poco habla de los imperios; una Moda y la farsa donde destaca la
importancia del atuendo; un suceso en un Equívoco
Paraíso donde habla desde la postura de un viejo liberal, con ardores de
Uribista, de las drogas que lo acompañaron por la senda nadaísta; otros cuántos
ensayos que parecen más artículos periodísticos dominicales, y la culminación
del libro de ensayos con En el punto
muerto de la escritura, texto que vale la pena no perder de vista.
Encuentro en el libro a Eduardo, el poeta, y
a Eduardo, el ensayista, con cuya prosa, que oscila entre el refinamiento de
sus lecturas y los refranes de su natal Antioquia, sabe cómo cautivar al lector
con magistrales inicios en cada uno de sus ensayos, todos prometedores, sin
embargo, no todos cumplidores de aquella promesa. Encuentro también una serie
de sucesos divertidos, desconcertantes, nostálgicos, ciertos brotes de
remilgada intelectualidad pero, sin lugar a dudas, encuentro entre el fino
papel con ciénagas de tinta, tal y como lo declaró Eduardo a Carlos Restrepo en
una entrevista publicada en El tiempo,
un intento de salvarse de la catástrofe masiva que fue ese siglo que lo vio
nacer a él junto a una serie de jóvenes promesas bajo la desmedida tendencia
hacia el olvido por parte de la selectiva Historia. Es por todo esto, o por una
simple propensión a ocupar el tiempo en algo diferente a la habitualidad, que
considero que vale la pena leer Cuando
nada concuerda.
¿Para qué leer
ensayos?
El ensayo exhorta a la libertad del espíritu.
Inicia y termina donde el autor y, sea dicho de paso, el tema mismo, consideran
que se debe hacer, y no necesita comenzar en el principio de los tiempos,
cuando el espíritu de Dios navegaba sobre los campos de la nada sin
electricidad alguna; algunas veces, el ensayo termina donde nada tiene para
decir. Sin embargo, es el exceso de libertad en el ensayo, exento de la
rigurosidad académica, lo que lo ha llevado a subsumir ante la parafernalia
híper-metafísica contemporánea, y ante las estafas de los gurúes de la
superación personal y los fascistas de la salud, que a diestra y siniestra nos
prohíben el cándido placer de controlar el fuego estoico a través de un
cigarrillo, a sabiendas que, en palabras de André Gide, "Escribir (o leer)
es para (nosotros) un acto complementario al placer de fumar".
Estos son, por demás, los tiempos en los que
la ciencia se ha desprendido, desligado, divorciado y distanciado de las artes
literarias; cuando los filósofos medianamente serios, como aquellos que
pertenecen a los círculos de Viena o a la escuela de Fráncfort osan hacer
préstamos de la poesía, se considera el resultado de este hecho como simple doxa ,o como “intuición intelectual”, en
el sentido Kantiano, enteramente subjetivas. Palabras más, palabras menos:
charlatanería de la cultura. El ensayo, tan cercano tanto al libre arte del
habla cotidiana, como al estrecho informe riguroso cientificista, le da al
escritor la paz, inclusive, la conmiseración, de expresar con cierta libertad
aquello que piensa de ipso facto, o
aquello que ha pensado a lo largo de toda una vida.
Muchas personas, con afanes de voracidad
conclusiva, dudan de la veracidad del ensayo, ya que precisamente este no
concluye, lo cual es irrefutable. Un ensayo al final de su lectura (y de su
escritura) siempre da de qué hablar, de qué pensar: desafía las certezas libres
de dudas, implantando en el lector una emoción por indagar, extraer o
investigar asuntos correlativos al texto leído. El ensayo es de carácter abierto
en tanto rechaza las sistematizaciones, y se permite libertades de absorción,
ya que puede deglutir tanto conceptos como teorías completas. Algunos ensayos,
inclusive, devoran pendejadas: todos tenemos algo que decir, y generalmente
creemos que es valioso. Es entonces el ensayo un ejercicio crítico por excelencia.
En sus Ensayos
sobre Literatura, tomo IV, dice Adorno que el ensayo es más dialéctico que la
dialéctica hegeliana, ya que, parafraseándolo, toma la lógica hegeliana al pie
de la letra: ni se puede blandir inmediatamente la verdad de la totalidad
contra los juicios individuales, ni se puede hacer finita la verdad
convirtiéndola en un juicio individual, sino que la aspiración de la
singularidad a la verdad se toma literalmente hasta la evidencia de su no
verdad. Es por esto que, aunque el ensayista hace uso de ciertas capacidades
retóricas, de las que yo, en un acto de sinceridad recalcitrante, admito hago
uso aquí, también se permite hacer el uso de ciertas deducciones científicas
para dar a conocer elucubraciones o consideraciones frente a temas que pasan
por un ejercicio crítico y espiritual personal, para dar a conocer un resultado
que no necesariamente es total, concluyente o final, sino que quiere echar de
ver una posición del autor frente a determinados temas, con la mayor libertad
del pensamiento que es precisamente el campo o las tablas del ensayo, donde
mejor puede desarrollarse la crítica para dar rienda suelta a la creatividad, y
dar cabida a factores que pueden y suelen ser pasados por alto por los críticos
y científicos más voraces. De esta libertad quiero hablar yo: de la libertad
que se da Eduardo Escobar para hablar de lo único que supo hacer, leer y
escribir, a través del método moderno más libre del que podemos dar cuenta: el
ensayo.
¿Para qué
leer?
En el primer ensayo del libro Cuando nada concuerda, titulado Justificación, habla Eduardo Escobar de
un libro dentro de un libro de Thomas Mann (dentro de un libro de Eduardo
Escobar), y da su primer aporte a aquello que pretenderé hacer, que es develar
y enfrentarme a la visión del escritor sobre lo que es literatura y lo que es
un libro, expresado a través del ensayo. Nos propone en la página trece, una
obviedad: no todo texto es para todo lector. Pero, a su vez, no todo texto es
para todo lector en cierta edad, en ciertos momentos o bajo ciertas
circunstancialidades. Es aquí donde aparece el placer de la relectura, ese
enfrentarse al Quijote a los dieciséis años, después de haber sido obligados a
leerlo en tercero de primaria, para tratar de entender por qué un gran
devorador de libros termina envuelto en quiméricas, convertido en amigo de un
campesino iletrado, quizá por el hecho de que no siempre los libros son los
mejores amigos, compañeros, o los mejores amantes.
La modernidad se dio a la labor de
desmitificar; con ello, los poetas y los literatos se han dado a su vez al
laborioso adeudo de conservar a Dios como una metáfora bucólica, de la misma
manera que Márquez aseveró en sus Memorias de mis putas tristes que “morir de amor no era más que una licencia
poética”. Pero hemos olvidado que detrás de las formaciones culturales, ciertas
veces, al parecer, existe cierto misticismo o encantamiento que conservamos
desde niños, y que nos acompaña por más que tratemos de entender el mundo desde
sus causalidades. ¿Qué permite que la literatura, como medio de comunicación,
de expresión y de conservación histórica exista y persista milenios, por sobre
miles de acontecimientos y sociedades? ¿Por qué el lenguaje escrito y no alguna
otra forma de comunicación? ¿Por qué aquellos sincronismos, aquellos hombres
superiores a su tiempo, de los que aún conservamos sus textos, existieron para
nuestro entendimiento de las cosas o para el sano deleite de la belleza?
¿Merecemos a Cervantes, a Shakespeare, a Quevedo, y tantos otros que
crucificamos hasta verlos morir para luego negociar con sus obras? Yo, al igual
que Borges en La Flor de Coleridge,
quien no es simplemente un escritor decorativo tal y como lo afirma Escobar,
creí que “Durante muchos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba
en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue Johannes Becher, fue Whitman, fue
Rafael Cansinos-Asséns, fue De Quincey.”[1]
Y dentro de esa mística de atarraya que es la literatura, donde un escritor del
siglo XVI escribe el desenlace de una historia que apenas comienza en el siglo
XX, aparece Eduardo Escobar a recomendarnos lo más íntimo de su ser, sus
propias lecturas, que tanto nos dicen de su personalidad, pero que aún más nos
dicen de aquello que expresa en la página quince de Cuando nada concuerda, donde nos relata que “mientras leía, pensaba
por qué una filósofo fallecido en Frankfort de Meno catorce años antes del día
cuando el senador le dedicó su precioso tiempo, con mucha probabilidad en la
edición póstuma de 1864, había podido ser decisivo para una generación lejana
como la mía, por razones muy parecidas a las que hirieron al protagonista de la
novela, por confusiones semejantes o emparentadas”[2],
a propósito de un libro de Schopenhauer. ¿Acaso no es magia o mística poder
entablar una comunidad con todos los hombres, de todas las sociedades, aunque
ya estén muertos, a través de diferentes dialectos, para contar aquello que
todos hemos sentido, aunque otros de manera más profunda lo supieron decir?
Siempre hay que regresar a los griegos, decía Robert Graves. Aún en Colombia,
es necesario regresar y aprender un poco de aquellas enseñanzas de caverna que
nos llegaron a través de aquel arte tan cercano a la traición que es la
traducción. Aún en Colombia, increíblemente.
Eduardo dista de definir qué es un libro, con
la frialdad que lo hace la Real Academia de la Lengua Española, o Martín Alonso
en su Enciclopedia del idioma. Tan
sólo nos dice algunas de sus características: una concatenación de fonemas,
morfemas y oraciones pegadas con colbón; una prolongación de la memoria; un
contenedor de esencias inconclusas que se revelan al lector poco a poco en cada
relectura, sin entregarse a él por completo. Dice que “los libros están vivos y
cambian en cada encuentro como algunos amigos inagotables”[3];
esta concepción de considerar vivo aquello que se nos muestra inerte, sobre la
materia fría y deleznable que compone, incluso, un objeto tan apreciable como
un libro, nos da la pretensión de entender que el texto escrito está a veces
situado por encima de las exposiciones discursivas, ya que no son productos de
los automatismos verbales y profundizan más sobre un tema que el pensamiento tradicional.
Si bien los textos se obligan a detenerse, y obligan al lector y al escritor a
realizar pausas para pensar, lo cual le da el carácter estático a la lectura,
también nos dan la libertad del espacio y el tiempo para ahondar sobre los
temas propuestos, y nos permiten con cierta plena argumentación y exposición
dialogar con nosotros mismos, crear personajes irreales, ficciones para
personajes reales, o simplemente nos consienten dar componentes críticos y
reflexivos de lo que se acota, por encima de la opinión discursiva, tan atada a
la contemporaneidad deleble del tiempo. Los libros necesitan colores, horas,
momentos, circunstancias, para desnudarse poco a poco ante el lector. Necesitan
de otros libros, de otros pensamientos, y es por esto que, aunque individuales
en su materialidad, son complementarios en lo que dicen, no sólo por ser
productos de comunidades de habla y de todo aquello que desarrollan dichas
comunidades, sino porque trascienden la materialidad desde su propicio carácter
de idea.
Haciendo alusión, aunque sin mencionarla, a
la ya referenciada Flor de Coleridge,
de Borges, Eduardo nos dice que “Cada uno es un fragmento del libro total que
los hombres tejen, destejen, y rehacen desde el descubrimiento de la escritura,
la pauta a un enredo de caminos de vueltas infinitas que se separan para volver
a tropezar y que se reúnen para apartarse otra vez”[4].
A propósito del símil con el ciego de Buenos Aires, éste le diría que “Quienes
minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque
confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que
apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia”[5].
Cada libro nos lleva a tropezarnos con otro libro, y cada escritor que leemos
se transmuta en una parte de nosotros mismos, de la que no podemos fácilmente
deslindarnos, en algunos casos sólo con las dificultades del Alzheimer.
También un
libro es un compromiso: es un recurso de las sociedades que “levantan el tono
moral (…) y refinan la sensibilidad embotada en los trajines de la vida
práctica”[6].
Un libro, como constructo social, no es un ente independiente, ni le pertenece
enteramente a quien lo escribe más que a quien enteramente lo lee. Es por esto
que a veces se persigue a quién escribe un libro; otras tantas se persiguen los
libros, y pocas veces se entiende que lo que realmente tratan de decir ciertos
libros no puede ser acallado ni con incineraciones de tinta, ni con aguaceros
de plomo: los libros son constructos dialécticos, en la medida que son
construidos por los hombres, para los hombres, pero que pueden superar a los
mismos hombres. Es por esto que “en épocas de crisis y cambios sociales los
organismos estatales suelen preocuparse por un exceso deplorable por los
productos salidos de los literatos. Y no sólo los autores de libros pragmáticos
merecen la ríspida atención de los críticos de la policía. También los que
escriben libros sin utilidad aparente, por el simple placer de
garrapatear, de hallar un poco de
belleza u de sentido en las historias del mundo y en la manera de contarla”[7],
dice Eduardo Escobar el capítulo titulado Autores
Prohibidos.
Los vínculos humanos son frágiles e instrumentales, los
afectos llegan rápidamente su auge y pierden su atractivo con la misma
velocidad. Tal como lo expresa Lipovetsky[8],
las relaciones se manejan bajo las mismas pautas de conexión y desconexión en
la Red. Todo es etéreo, y de acuerdo a la utilidad que le puede brindar al
hombre otro hombre, una comunidad o una institución, éste se conecta o
desconecta de ella. Los límites de pertenencia y reciprocidad hacia las
personas o hacia la hegemonía del Estado, por ejemplo, son abolidos. Esta
abolición de los límites se ve reforzada por la proliferación de sistemas
abstractos –el económico, político, cultural, etc.-, cada uno con su propia
lógica racional de reproducción y desarrollo, aunque fuertemente interrelacionados[9].
Es a estos sistemas abstractos por separado a los que el individuo debe rendirles
una fidelidad que otrora fue hacia el Estado y que, como todas las relaciones
intersubjetivas de nuestros días, es inestable. A la par de esto, nos dice
Escobar que en el mundo actual “Necesitamos fatigar las concupiscencias hasta
sus límites, forzar las tensiones, llevar el arrebato hasta el
desfallecimiento”. Estamos bajo una sociedad atiborrada de información, como
alguna vez lo dijo Huxley en Brave New
World, mejor que Orwell en 1984, que
por la velocidad del tiempo no podemos digerir, por lo cual un libro, un
elemento estático y en movimiento, comunitario, pensado a múltiples voces
durante decenios, desaparece sobre las inmensas masas inmersas en lujosos y veloces
ritmos de existencia que no les permite preguntarse sobre el sentido de la vida
o la llegada de la muerte, que puede ser el principio de la vida misma.
¿Qué papel cumple el libro en nuestra contemporaneidad?
Responde Eduardo que “perdida la clave de vivir, en compensación las librerías
se llenan de idearios de una retórica inagotable. Tratados para la enseñanza
del amor, sobre la forma de hacer los hijos y de parirlos y amamantarlos.”[10].
Después de tremendas reflexiones sobre el carácter desmedido
del tiempo, tiempo que se devora a Eduardo, lo veo en sus arrugas, ¿qué es,
finalmente, un libro?, ¿para qué leer? Un libro es la única manera de
establecer contacto con nuestros antepasados, con las civilizaciones que
dejaron la semilla del conocimiento y de la barbarie; es la única manera de
entender un mundo que se nos muestra inteligible, y que quizá cuando lo
logremos entender, después de tantos tratados filosóficos, de tantos
significados sobre lo que es el sentido de la existencia, según Eduardo, e inclusive,
sobre si realmente existe un sentido a nuestra existencia, un libro es la mejor
manera de entendernos como partícipes de la posteridad; leer, entonces, es
“ensayar una interpretación parcial, provisional, y siempre perfectible. Un
libro nos permite a lo sumo una aproximación. Un acercamiento relativo.”,
acercamiento no sólo a los propios libros y a lo que ocultan, o a lo que no
hemos sabido descifrar, sino a nuestra propia existencia: quizá las respuestas
de todo lo que nos preguntemos, en palabras de Galileo, están reservadas para
habitáculos de sustancias más puras y perfectas, y sin embargo, seguiremos
escribiendo, porque “mientras se escribe, se aprende”[11],
y quizá de tanto escribir algún día podremos entender que “un libro es un libro
es un libro como la rosa reputada de Gertrud Stein es una rosa es una rosa”[12],
y nuestra existencia es Un sueño en un
sueño de alguien que se atrevió a soñar al mismo Edgar Allan Poe.
[1] BORGES, J (1985). Obras Completas. Tomo II.
Emecé Editores: Barcelona. Pp. 115.
[2]
ESCOBAR, E (2013). Cuando nada concuerda. Siglo del hombre editores: Bogotá.
Pp. 15.
[3]
Ibíd. Pp. 16.
[4]
BORGES, J. Íbid. Pp. 116.
[5]
Íbid. Pp. 116.
[6]
Íbid. pp. 256
[7]
Íbid. 248
[8]
LIPOVETSKY, G (2000). La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo
contemporáneo. Anagrama. Barcelona.
[9]
LUHMAN, N (2007). La sociedad de la sociedad. Colegio de México. México.
[10]
ESCOBAR, E. Ibíd. pp. 248
[11]
ESCOBAR, E. Ibíd. pp. 275
[12]
ESCOBAR, E. Ibíd. pp. 24