martes, 31 de enero de 2012

Relatos de una realidad distorsionada 7. Recuerdo a Blackie.

Me encontraba con mi compañera, Camila, y con Sally, -nuestra mascota-, desayunando en el sector del Cable, cerca de la facultad de arquitectura, en un sitio bastante agradable (a excepción de las horas pico donde la polución invade pulmones y miradas) precisamente, por su arquitectura de “tabla parada”, un tipo de arquitectura muy utilizada en tiempos de colonización antioqueña, con bellas esculturas, entre ellas, un antiguo teleférico por el que se transportaban campesinos con sus cargas de café a lo largo y ancho del país.

Se nos acercó un hombre de mediana edad –unos 55 años-, con excelente postura, vestido de zapatos un poco gastados, pero elegantes, al igual que su esmoquin, acompañado de chaleco y corbata. Muy formalmente, nos extendió un saludo y nos pidió si podíamos comprarle un pan. Me levanté y mientras me acercaba a la caja registradora pensé un sinfín de probabilidades, de historias, de acontecimientos que le habían pasado a éste hombre para encontrarse ahí, en la calle, pidiendo y viviendo de la solidaridad de otros, en un país donde este panorama se repite casi tan constante como el terrorismo de estado. La única forma de salirme de la duda era preguntándole, a riesgo de un rechazo, un insulto, o por el contrario, recibiendo la oportunidad de escuchar una historia que a la final resultaría fascinante. Entre la gama de posibilidades que pensé, jamás se me hubiese ocurrido la que me contó este ilustre hombre.

Su nombre es Jairo, antiguo estudiante de antropología de la Universidad Nacional de Bogotá. Tipógrafo de profesión. Terminó un par de cursos en el SENA, aunque no alcanzó a terminar antropología por inconvenientes monetarios, por lo cuál debió irse a vivir a un pueblo, en Santander. Allí consiguió un empleo cuidando una concha acústica, donde durante 15 años entabló especiales relaciones de afecto con los canes. Entre sus labores, debía venir a Manizales cada 15 días, al diario La Patria por 2000 ediciones para vender en su pueblo; fue en esos viajes a la ciudad, donde se enamoró de ella.

Después de 6 años de sobrevivencia, adoptó un perro, Blackie, junto a otros 22 que tenía bajo cuidado. La conexión con Blackie fue inminente, inmediata –relata-. Era el perro más fiel que tenía entre su conjunto. Se levantaba con él a sus labores varias, se acostaba en la concha acústica después de almuerzo y cuando se despertaba, iba y buscaba a Jairo a la plaza, donde se encontraba probablemente jugando ajedrez con una que otra persona que medio supiese jugarlo. La relación con Blackie era hermosa, trascendía muchas de las relaciones de afecto entre hombre-hombre; inspiraba un profundo sentimiento de cariño, que se notaba en la manera como se le iluminaban los ojos a Jairo al recordar a Blackie; fidelidad y amor. Una relación que pocas veces, se ve entre el animal humano.

6 años después de su llegada, Blackie sufrió de un problema cerebral. Jairo lo llevó a un médico veterinario, un tipo joven e inexperto (sin acudir a la médica de cabecera de Blackie, una señora de 70 años que con “matas –plantas- curaba cualquier cosa”), quién asumió que eran problemas de malnutrición y le recetó un tratamiento vitamínico y hormonal, que le incrementó el daño cerebral y lo llevó a la tumba. Cuando Blackie murió, yo ya no tenía nada por qué vivir, -dijo- así que me di a la labor de irme a vivir a Manizales antes de que muriese.

Días después de la muerte de Blackie, abandonó su manada de perros, su trabajo en el pueblo, su hogar, sus amigos, sus horas en el parque jugando ajedrez, sus libros... todo, absolutamente todo, para ir donde uno de sus hermanos en Medellín, quien le ofreció su casa. En el viaje, a 80 kilómetros por hora, el bus donde iba se chocó con una tractomula. –Yo soy un fantasma, me contó, y me estremecí, aún sin creer en ellos, por la manera en como lo dijo.

–Soy un fantasma porque no entiendo como estoy vivo después de ese accidente, por las ´mañas´ para manejar del conductor casi me muero, me rajé el párpado y me quebré un par de costillas. Me llevaron al hospital donde me recibieron como un rey, y la señora que me cosió, antes de hacerlo, me aseguró que era costurera, entonces no me quedó casi cicatriz. Las costillas tocó esperar que ellas solitas se arreglaran.-

Su recuperación la pasó en casa de su hermano, quien constantemente se quejaba de su situación económica, más con el ánimo de sacar a Jairo de la casa en la que en un principio le había ofrecido para vivir. Jairo había decidido demandar la compañía de autobuses, quienes se ofrecieron a pagarle un Millón de Pesos, los cuales, aunque poco, decidió aceptarlos y cumplir el último de sus sueños, vivir en Manizales. Cuando los tuvo en sus manos, le entregó a su hermano $800.000 por su “molesta estadía”, y  emprendió el viaje a la fábrica de atardeceres con tan sólo $200.000, el equivalente a medio salario mínimo.

-¿Parlez-vous français? Me dijo. -No, le respondí. Mientras me contaba la historia central, se le atravesaban otras historias, como la del hermano que vivía en Francia:

-Los franceses son los argentinos del mundo, pero los parisinos son los argentinos de los franceses- decía, haciendo una analogía con el “ego” alto de algunos de los argentinos, (sin ánimo de ofender ni generalizar).

-Cuando él vivía en Francia lo trataban como a una mosca, es más, menos que a una mosca, imagínese usted, Latinoamericano y para rematar Colombiano. Era una pulga, una amiba, una insignificante bacteria. Pero ¿Cómo los franceses pueden hablar de que son cultos? Imagínese usted que compran el pan y se lo meten bajo el brazo, más cultos nosotros, pobres pero aseados.-Nos reímos.

Continuando con su historia; asegura que llegó a Los Agustinos (barrio de Manizales, cerca del antiguo terminal de transportes) y consiguió una pieza, la cuál pagó por adelantado 2 meses. Consiguió trabajo vendiendo el “Nuestro diario” (Periódico popular de la ciudad, también del diario La Patria), que aunque al principio fue complicado venderlo, poco a poco ganó clientela y logró vender 100 ediciones diarias, con lo que le alcanzaba para vivir en una pieza con más “comodidades”: una estantería para libros, una silla, una cama y un televisor antiquísimo.

Luego la venta de periódicos había disminuido y decidió retirarse del negocio, renunciando a su pieza. –Me fui a vivir al mejor barrio de la ciudad, yo viví en el mejor barrio de la ciudad, en Palermo, pero no en una casa, sino en un parque. ¡usted sabe donde queda el parque? En donde me situé, armé mi cambucha, que era mi casita, y vivía ampliamente cómodo, pero el predio donde me encontrase era de una señora, una ricachona dueña de otras cuatro manzanas, y al parecer yo le dañaba el paisaje, así que me tiró a la policía, que no sirve más que para incomodar a los pobres.  Pero viví en Palermo, mucho cuento-; reía.

-Ahora vivo en una finquita de una señora que me deja hospedarme, subo a la ciudad a cuidar carros, aunque no gano mucho por que los ricos son muy tacaños, ni bajan la ventanilla, yo les digo que hasta les devuelvo pero no; los que me dan, me dan cualquier monedita por cuidarles el carro, mientras en la billetera no les cabe los billetes-.

Jairo ya había terminado de comerse el pan. Mi desayuno ya se había enfriado, al igual que mi cuerpo por completo; me petrifiqué ante esta historia, ante la historia de un hombre que por amor a un perro, dejó todo. Se entró al lugar donde nos encontrábamos, a riesgo de que el dueño de la panadería lo echara y se abalanzó sobre las últimas migajas de comida que quedaban en el plato. –A mí acá no me dejan entrar, pero es que no entienden que no sólo yo como de esto, también los pajaritos, mírelos allá como comen pan de contentos-.

Yo me encontraba atónito, al igual que mi novia. Era sorprendente que un hombre con un amplio vocabulario digno de cualquier intelectual, con nociones de inglés y francés, conocimientos de biología, cultura, antropología, pedagogía y sociedad, amante de la literatura, de las artes, de la música; estuviera en las calles lanzándose sobre platos de comida y corriendo detrás de personas que no valoraban su trabajo, el de cuidar los carros en una calle casi baldía, donde fácilmente podrían ser víctimas de robos.

Nos despedimos fervientemente, y mirando a mí compañera y a nuestra perra dijo –...Cuanto me gustaría vivir así, acompañado de dos hermosas damas-. Le sonreí.

Mientras nos alejábamos, cantó:

“Cada vez que amanece,
Recuerdo a Blackie,
Recuerdo a Blackie,
Que triste voy

Cada vez que anochece,
Recuerdo a Blackie,
Recuerdo a Blackie,
Que triste voy”


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es una historia hermosa. Y sin duda alguna, las apariencias engañan y hacen que, a veces, se pierdan oportunidades como ésta: conocer seres tan sensibles y dignos como Jairo.

Daniel Ballesteros-Sánchez dijo...

Sabes? Después de esta historia, a cada noche, yo también recuerdo a Blackie. En los confines más recónditos de la ciudad, siempre habrán gotas de esperanza; la ciudad se vive en personajes como estos.