viernes, 25 de enero de 2013

Una especie en vía de extinción.


¿La última obra en negro?



Un día, en Estrasburgo, tres jóvenes bien vestidos y con aire arrogante subieron la escalera empinada y sucia de una casa popular (1).
                Uno de ellos, Andreas Dritzehn, torció la nariz:
                -No parece persona acomodada nuestro alquimista.
                Los otros dos, Hans Riff y Andreas Heilmann, se dirigieron al petimetre con una mueca:
                -Si tuviese medios no estaría dispuesto a vendernos su fórmula.
                -Ya –contestó Dritzehn-, pero para mí alguien que fabrica oro con plomo no es una buena presentación.
                Los otros se encogieron de hombros.
                La puerta de la buhardilla estaba abierta. Entraron y se sentaron a esperar la llegada del gentilhombre Henne, cuyo carácter excéntrico conocían.
                -¿Hay alguien? –Preguntó Riff al rato, con voz arrogante. Nadie respondió.
                Heilmann se acercó a otra puerta más pequeña, que cerraba un cuarto casi oscuro. Espió a través de un agujero grande como una moneda.
                -Veo chispas y una incandescencia de oro naciente –murmuró deslumbrado a sus compañeros. Con los ojos desencajados dijo-: ¡Miren como brilla!
                En ese momento salió del tugurio Henne en persona. Era alto, con ojos magnéticos y una tupida barba que le caía ondulada sobre el pecho amplio, de guerrero. Nada en él dejaba imaginar al hombre de ciencia, al investigador paciente y nocturno, al alquimista pálido, que pasaba decenas de horas frente al crisol, para controlar, hacer y rehacer experimentos misteriosos. Los jóvenes lo observaron con una mezcla de interés y de temor.
                -Tenemos el contrato, maestro. Nos enseña la disciplina que domina y a cambio le pagaremos una cantidad mensual.
                -Así se había pactado –una sombra le cruzó los ojos negros, que se volvieron grises, glaciares.
                Tenía delante de él a la progenie de esa burguesía famélica que había expulsado de Maguncia al partido aristocrático. La burguesía que le había quitado todo: propiedad, título, patria. Pero el orgullo nadie podía arrebatárselo. Era su coraza invisible. Su piel invulnerable.
                -Tal vez lo ha vuelto a pensar-insinuó el joven viciado y ávido de dinero-. Vos, un gentilhombre, nos despreciáis a nosotros, los burgueses. Un caballero que hace de maestro para los capullos de sus enemigos. Vos, señor de Gensfleish –gritó el petimetre orgulloso de lanzarle como un insulto, el nombre de su casa -. Vos, enmangas de camisa, zuecos y delantal, como un villano cualquiera…
                Henne apretó los puños y, elevándose en toda su hercúlea estatura, se acercó con altitud calma pero amenazadora al joven Dritzehn.
                Éste se hizo a un lado, de pronto, como para evitar un mazazo.
                -Si el contrato no os gusta, al menos decidlo.
                El noble en decadencia observó a los jóvenes elegantes. “Tienen dientes afilados estos depredadores y son menos simpáticos que una serpiente.”
                Con un gesto imprevisto, Andreas, el figurín, rasgó el pergamino del contrato en cuatro partes.
                Henne se inmovilizó como un autómata sin vida.
                “Maldito su orgullo, maldita su pobreza, malditos sean los burgueses. Pero la historia no tenía que terminar así. Necesitaba demasiado ese dinero de preceptor. No sólo la artesa estaba vacía, sino que sus experimentos necesitaban nuevos instrumentos y materiales costosos. Había llegado demasiado cerca de la meta…, y no podía detenerse justo en ese momento…”.
                Se relajó. Sus ojos se volvieron opacos por el dolor y la ira reprimida. Las grandes manos se abandonaron sobre las caderas, desarmadas e inútiles como hojas otoñales.
                En ese momento, Henne estaba por aceptar una opción definitiva, irrevocable. Su cuerpo, después de la cruel proscripción del noble mundo del que procedía, se había hundido en el fango. Había probado la humillación de la lucha sin gloria por la existencia cotidiana. Ya no valían ni el escudo ni el nombre altisonante para procurarse sin esfuerzo las necesidades materiales y el respeto de los otros. Ya no era un caballero reverenciado.
                La miseria lo había obligado a reemplazar la espada por el martillo, el escoplo y el buril. Pero no le importaba. Sobre la fosa del sacrificio en la que el gentilhombre estaba muerto y sepultado se había forjado el artesano Gutenberg, que había construido en él mismo su nicho de libertad, impenetrable para el común de los mortales.
                En su madriguera creaba, soñaba, libraba una caballeresca batalla para toda la humanidad. Y todavía era dueño de él mismo.
                Pero, ese día de 1440, se derrumbó el último baluarte que lo defendía del mundo sórdido e interesado del dinero y de los burgueses ávidos.
                Dritzehn, agitando bajo sus ojos el contrato roto, le gritaba:
                -Queréis burlaros de nosotros, ¿no es cierto? Lo he comprendido, pero no me engañáis. ¿Cuál era vuestro compromiso?
                -He prometido enseñaros todas las artes que conozco –respondió con calma Gutenberg-. El vidrio, la orfebrería, la fusión de algunos metales.
                -¿Y qué nos decís del arte negro? Os he visto mientras hacíais brillar la llama hermética, allá adentro. –Indicó con aire astuto su laboratorio-. Conocéis el secreto de la transmutación. También ese debe ser nuestro…
                Henne-Gutenberg recuperó su natural buen humor.
                -Pero, señor, mi gran obra es lo contrario a lo que pensáis: es un arte celestial.
                -Llamadla como queráis, pero si el contrato se cumple debéis enseñarme también ése. No pensaréis, señor –dijo con sarcasmo mientras los compañeros asentían-, que estamos dispuestos a vaciar la bolsa sólo para aprender algunas nociones de carpintero.
                Gutenberg sacudió la cabeza leonina.
                Había legado al Rubicón. Ya no había más cabalgaduras para lanzar al galope ni enemigos para afrontar a campo abierto. Era mísero, estaba descalzo frente a jóvenes holgazanes a los que el oro y la ambición había vuelto despiadados.
                Para terminar y perfeccionar la obra a la que había dedicado años y años de trabajo, estudio, inteligencia y sacrificios debía revelar su secreto a mercaderes carentes de honor y de escrúpulos. Pero sin su dinero nunca perfeccionaría el invento más grande de su época, tal vez el de todas las épocas.
                Asintió, derrotado:
                -Yo transformo lo invisible en visible; el pensamiento en palabras. Os mostraré mi arte celestial y a cambio me daréis lo estipulado.
                Gutenberg tendió a los tres jóvenes burgueses una caja que contenía hileras de caracteres grabados en sentido contrario.
                -Éste es mi secreto: la imprenta que revolucionará todas las maneras de imprimirlas palabras escritas, de difundir mediante los libros el pensamiento divino y humano.
                -Pero esto también lo conozco yo –se burló Riff-. Es un grabado en madera y…
                Gutenberg no pudo contenerse. ¡Su imprenta comparada con una vulgar xilografía! Tomó la caja y la arrojó lejos.
                Los caracteres, que antes eran compactos y estaban derechos como soldados en filas cerradas, se dispersaron y rodaron por el suelo.
                A la débil luz, las letras que estaban grabadas en el metal lanzaron un extraño centelleo astral.
                Hasta los jóvenes jactanciosos e ignorantes comprendieron. Era la piedra filosofal, que transformaría el vil metal en oro. Que el extraordinario descubrimiento pudiese divulgar cultura, exportar pensamientos nuevos, unir o contraponer a los hombres poco les importaba.
                -Es más que oro – exclamaron en coro los jóvenes mercaderes en el templo de la creación.
Ese día, Gutenberg abandonó para siempre la coraza y se puso el delantal de obrero. Se había escrito la última página de su noble casa Henne-Gensfleish.
                En ese momento se necesitaba tener la fuerza de la humildad, para imprimir otras obras en las que no aparecería su verdadero nombre ni el ficticio. Un libro abierto y cerrado al infinito. Su descubrimiento sería de todos y de nadie.
                Pero la primera impresión, lo juró en su corazón, sería el libro que Dios había destinado a toda la humanidad: La Biblia.
Pasaron muchos años. Gutenberg se encontraba otra vez en Maguncia, en el estudio de Johann Fust (o Faust) junto a Peter Schoeffer, su yerno.
                Aunque no estaba en tierra extranjera era como si estuviese en el exilio.
                Había salido de noche de Estrasburgo, con su mujer, su asno y una carreta. Había cargado con prisa y furia algunos muebles con los instrumentos esenciales para su trabajo y un modelo a escala de la prensa, el aparato con tornillos con el cual el typographus puede imprimir en la página in-folio el texto compuesto por caracteres móviles.
                “¡Qué amargura! Abandonar todo a escondidas, como un ladrón.” Tal vez era blasfemo o loco, pero mientras los pasos del asno resonaban en el empedrado se sentía José en fuga, con su criatura con peligro de vida. “Mi invento, en el fondo, es también divino. Su misión no es caer en las manos de los infieles, sino dar a todos sus frutos maravillosos.”
                -¿Decís, maestro Gutenberg? –Fust, hombre agudo, fijó con determinación sus ojos brillantes en el inventor enigmático precozmente envejecido, de barba tupida y gris como la de un apóstol.
                -Nada, estaba distraído –Gutenberg esbozó una sonrisa.
                Se sentía cansado. En Estrasburgo había debido combatir sin armas contra la cuadrilla voraz de los Dritzehn. El dinero que le habían anticipado para terminar su prototipo se había volatilizado en los materiales experimentales. La primera prensa no se había completado. Todavía no se había impreso ni una página.
                Gutenberg, más pobre que de costumbre, había debido dejar en manos de esos usureros la máquina recién esbozada. “¡Jamás!” Su sangre guerrera se había revelado.
                Pero entonces, después de tantas fatigas, se encontraba en el mismo punto. O casi ¿Qué infausto  destino lo perseguía?
                Fust le había pedido la devolución de dos mil florines, una suma enorme.
                -Habéis impreso, maestro Gutenberg, sólo doce páginas de la Biblia en latín y ha costado cuatro mil florines. Si no me pagáis os llevaré a juicio. Un contrato es un contrato.
                -¿A juicio? –Gutenberg quedó aturdido. Su pensamiento corrió veloz hacia las hojas que tenía delante, calculó el tiempo y el dinero que todavía se necesitarían para terminar la obra, la primera-. Ha habido dificultades, concededme una prórroga.
                -He ayudado hasta que he podido –rebatió Fust-. Ahora quiero mi dinero o me daréis, a cambio, la imprenta y todo lo que contiene.
                -Podríais esperar al menos a que termine la obra, os pagaré con ella.
                -No –dijo resueltamente el hombre de negocios-, mis condiciones son irrenunciables.
                Después de expropiar, por un puñado de florines, la imprenta y los instrumentos que había inventado para mejorar su impresión, Fust y Schoeffer se pusieron a trabajar.

Era 1447.
                La tipografía sustraída a Gutenberg era la más equipada de Maguncia y tal vez de Europa. Gracias a su prensa, a los procedimientos de entintado y al tipo de fusión de los caracteres, la página impresa resultaba nítida, clara y de agradable lectura. Sólo décadas después el impresor del Véneto Aldo Manuzio, al inventar en 1501 los caracteres cursivos, podría editar libros menos costosos, de formato más reducido y con cuerpo más legible.
                En los primeros momentos, a empresa pareció desesperada, sobre todo para Schoeffer, que tenía una admiración ilimitada respecto a Gutenberg. “¡Sin él y su saber nunca hubiéramos estado en condiciones de imprimir!”
                Fust, enérgico, aplicó el látigo al género y a los obreros. “Al trabajo, al trabajo”, era lo que ordenaba, sostenido por una única fe: el dinero.
                Los obreros impresores, bien pagados, inclinaban la cabeza y juraban al nuevo patrón no revelar a nadie los procedimientos secretos que se utilizaban en el laboratorio, vigilado como un arsenal.

Más viejo y cansado que nunca, Gutenberg no logró disimular una sonrisa de orgullo. Impreso en pergamino tenía en sus manos el primer libro de la historia, realizado completamente con sus caracteres móviles: 156 páginas de los Salmos, con iniciales en azul y rojo. Un epígrafe explicaba que la obra “fue compuesta y, en nombre de Dios, diligentemente llevada a término, por Johan Fust de Maguncia y Peter Schoeffer de Gernshein, en el año del Señor 1451, la víspera de la Ascensión”.
                Los dos comerciantes habían ganado. Henne ya había muerto. También Gutenberg había desaparecido de todo atestado oficial. Su obra tenía dos padres. Era inútil agregar un tercero.
                El genial tipógrafo, como un soldado de fortuna sin fe ni ideales, servía a otro patrón. Era el doctor Humery, médico de Meguncia, que había financiado una nueva imprenta equipada con todas las innovaciones de Gutenberg.
                -¿Por qué no has reaccionado al atropello de Fust? –Le preguntó su mujer Annette, con lágrimas en los ojos-. ¿Por qué no protestas oficialmente ni aún hoy? Te han negado hasta el derecho de aparecer en los Salmos como legítimo iniciador de la imprenta.
                Gutenberg callaba. Tomó la pluma y el tintero y escribió un pos-Facio para el que esperaba terminar en la imprenta pagada por el mecenas Humery. Se llamaría Katholikon y sería un diccionario “que nada tendrá que ver con Dios, la Iglesia ni el Papa”.
                “Escribió con la ayuda de la pluma, peor imprimo gracias al admirable acuerdo y a la exacta medida de los punzones y de las formas”, anotó el tipógrafo.
                Luego tuvo una duda: ¿firmar o no la inscripción?
                Abandonó la pluma. Se sintió un sin nombre, un proscrito de por vida. ¿Qué importancia tenía firmar este libro, el único que lograría terminar con el dinero de los otros? Su invento continuaría siendo anónimo o estaría marcado como una meretriz por cualquier comerciante sin escrúpulos.

Segunda mitad del siglo XV.
                Maguncia estaba otra vez sacudida. Armas y fuego, facciones y estandartes combatían y se destrozaban con furia.
                En 1452, el castillo más poderoso del Rin, convertido por edito imperial en ciudad episcopal en la que el obispo y el príncipe estaban unificados en una sola tiara, ardió en una guerra fratricida.
                El obispo Diether, a quien el Papa y el Emperador habían despojado de toda autoridad, se negó con desdén, en nombre de la fe y de sus electores, a ceder el poder al nuevo electo, el príncipe de Nassau. El obispo desautorizado luchó contra el sucesor. Parte de la ciudad empuñó las armas junto a él, pero la resistencia fue inútil. El príncipe de Nassau, fortalecido por los privilegios y la investidura, saqueó Maguncia y de esta manera se vengó con ferocidad de sus opositores y enemigos.
                Fue un baño de sangre, una matanza en nombre de la Cruz.

Gutenberg sacudió tristemente la cabeza canosa, mientras le contaba a Bechtermunz, un joven pariente de Elsfeld, sus últimas desventuras. Había huido otra vez de Maguncia, pero por suerte había logrado salvar la imprenta financiada por Humery.
                -Ahora quisiera que quitases la tipografía, y entregases la obra al doctor que anticipó el dinero.
                El primo dudaba, a pesar del respeto por el anciano maestro.
                -todavía hay disturbios en la ciudad; los partidarios del obispo anterior buscan venganza.
                -No te preocupes, hijo –Gutenberg le estrechó paternalmente la mano-. Soy un protegido del príncipe de Nassau.
                -¿Vos?
                -Sí, ironías de la vida. Tengo el honor de estar en su corte, lo que me da derecho a un traje nuevo todos los años, a veinte medias de cebada y dos botas de vino.
                -¡Entonces vuestro arte ha sido por fin reconocido!
                -Oh, mi arte. Tal vez era una obra negra –sonrió tristemente Gutenberg-. Piensa, hijo, que Schoeffer, con mis caracteres, en mi tipografía expropiada con abuso, imprimió un libelo en favor de Diether que cuestiona con dureza al nuevo obispo elector. Como ves, mi invento se ha vuelto contra mí.
                Bachtermunz estaba confundido.
                -Pero, entonces, ¿cómo podéis estar en la corte de Nassau?
                -Oh, no hay problema. El obispo me conoce sólo como soldado. He dejado de lado el delantal y he retomado la espada y la coraza, para defender su causa en el asalto a Maguncia. Ves: el viejo noble Henne ha salvado al desconocido artesano Gutenberg de un triste destino. La vejez se acerca a pasos agigantados y para mí hubiera sido un invierno sin recursos. Así al menos podré calentar mis viejos huesos antes de que los metan en la tumba.
                -¿Y la imprenta?
                Gutenberg hizo un gesto vago.
                Bechtermunz le tendió la mano. Se despidieron. Jamás volvieron a verse.

Narra la leyenda que, en el camino de regreso hacia el centro convulsionado de Maguncia, Gutenberg se encontró con un grupo de ex obreros  y aprendices imprenteros.
                Esos hombres simples y llenos de admiración hacia él lo rodearon con saludos reverentes.
                -¿Dónde vais, hijos? –preguntó el inventor sin nombre.
                -A cualquier parte donde haya un lugar y papel, para imprimir y difundir vuestro admirable descubrimiento. Dadnos la bendición y liberadnos del secreto, maestro.
                -Así sea.
                Los discípulos eran doce, como los doce apóstoles.

La muerte llegó pocos años después, en 1467. Llamó a la puerta de la casucha de Gutenberg, que abrió sin tardanza. Viudo, en la miseria y sin hijos, Henne-Gutenberg esperaba el reposo eterno y una audiencia divina. Sólo un pariente, consejero municipal de Gelthuss, lo recordó. Hizo sepultar los pobres restos del inventor errante en la iglesia de San Francisco de Maguncia, y puso una lápida: “Al inventor benemérito de todas las naciones y lenguas, del arte de la imprenta, Johann Gensfleish”. Parecía que la justicia, aunque póstuma, por fin había visitado y coronado al gran inventor. Pero la iglesia fue destruida y la lápida, despedazada.
                En 1643, después de la conquista de Maguncia por parte de los franceses, un pequeño monumento que los maguntinos habían construido en memoria del ilustre ciudadano también se destruyó.
                Ya fuese celestial o infernal, la creación de Gutenberg estuvo perseguida por la desventura. El destino no quería revelar la identidad del genio sin nombre, que había sustraído al clero y a los poderosos el monopolio de la escritura y del conocimiento. Todavía en 1823, Koning, canciller del tribunal de Ámsterdam, inauguró un monumento a un tal Laurenz de Coster, sacristán holandés, considerado inventor de la imprenta.
                Sólo en 1837 se le hizo justicia a Gutenberg, con la inauguración en Maguncia de un monumento a su memoria, obra de Thorvaldsen.


Ermano Gallo.

Nuevos tiempos.


Manizales, 25 de enero de 2013.

Sé que los tiempos cambian. Nací en una época donde lo permanente y lo constante son antónimos de salubridad, y donde los productos light, el café sin cafeína, el dulce sin azúcar, la manteca sin colesterol y la cerveza sin alcohol promueven un nuevo prototipo de hombre: uno dietético, con felicidad también dietética. La cultura dominante se inventa y nos imputa necesidades como un anzuelo al consumo. Se nos ha impuesto un nuevo modelo de perfección inalcanzable, la chica perfecta y el hombre perfecto, ambos sobresaturados de vacío; y no precisamente del vacío que llevó a la producción de grandes obras renacentistas fruto de los estudios de los desafortunados exploradores de mundos paralelos, como el siempre perseguido Galileo Galilei. No, me refiero a un vacío inocuo, en el que el mass media avasalla nuestra capacidad de juicio y raciocinio, y se olvidó del genio para imponer al técnico y al estadista. El caos es, ahora, sinónimo de estabilidad del sistema.

Fui también testigo, víctima y victimario de un nuevo cambio: el desplazo paulatino (¿o exponencial?) del libro impreso por el e-book. Si bien no he sido un ferviente lector digital, admito que algunas veces he debido recurrir a leer algunas obras en la mini-pantalla, libros a los que mis fondos económicos no alcanzan con facilidad. Bien lo dijo Eduardo Galeano en El libro de los abrazos (La televisión /3) que “A los libros, ya no es necesario que los prohíba la policía: los prohíbe el precio” (2). No tengo mayor discrepancia contra los libros electrónicos, ni mucho menos contra la tecnología, de la que he disfrutado desde chico; pero en cuestiones de lectura, me quedo con el clásico papel impreso y empastado, no sólo porque los libros en digital incomodan rápidamente a mis ojos, sino porque me encanta el olor de estos, sentir la hoja en mis dedos mientras paso de página, y, además, me es más fácil encontrarlos en mi biblioteca, por desordenada que pueda estar –como regularmente permanece en su perfecto desorden-. Pero, reivindicando el argot popular, entre gustos no hay disgustos.

El problema que realmente se me hace preocupante, son las estadísticas que publicó la Cámara Colombiana del Libro, en su informe anual, titulado “Estadísticas del libro en Colombia – año 2010” (3). El estudio, que incluye 129 empresas editoriales y 94 importadoras, dio como conclusión datos desgarradores para todos aquellos que apreciamos el valor cultural, social, ético, estético que tiene y que ha tenido los libros a lo largo de la historia de la humanidad desde su creación. Los colombianos leen en promedio 1,2 libros al año, y el 67% de los colombianos no lee libros por falta de gusto hacia la lectura; el 31% de los habitantes de la capital no lee libro alguno, mientras que en Chile se leen 5,3 libros al año, en Argentina 4,6 y en Perú 3.

No creo que, al menos en lo pronto, puedan extinguirse los libros impresos. Lo que se está extinguiendo en Colombia es otra cosa: los lectores. Ésta falencia está ligada a la falta de educación lectora que todos aquellos que pasamos por los colegios y escuelas, públicas o privadas, hemos presenciado. La “Revolución Educativa” que implementa actualmente el Ministerio de Educación Nacional (MEN), si bien ayuda en cuestión cuantitativa, en el ámbito cualitativo es cada vez más deplorable. En la academia, las horas de enseñanza de las Ciencias Humanas en general se han visto reducidas, y a la par, se aumentan las clases que enfatizan en el emprendimiento empresarial; es por eso que cada vez vemos más y más personas víctimas de los ultrajes laborales y desconocedores de sus propios derechos cívicos y profesionales.

Apunta en su artículo El futuro del libro (4) el escritor Gustavo Páez Escobar que, según los especialistas, la venta de libros electrónicos superará en tres años a los libros impresos. No dudo de ello; la competencia entre el libro impreso y el libro digital no es solo cuestión de gustos o de editoriales, ya que conlleva otras contraindicaciones; pero la necesidad objetivamente relevante es hacer que las personas se aventuren a leer, sea en e-book o en el clásico libro impreso. El internet y la televisión divierten, sí, pero un buen libro, además de desarrollar nuestra capacidad sensitiva e imaginativa, forja también la capacidad de pensamiento y critica. El libro en papel no desaparecerá por lo pronto, y el vaticinio de Bradbury en el que los libros son incinerados para que las poblaciones humanas sean más felices (e inherentemente ignorantes, por ello de que la ignorancia genera ciertos niveles de felicidad), se está cumpliendo, pero de diferente forma. Las tecnologías de la información y la telecomunicación están reemplazando y sesgando el placer de tener un libro en nuestras manos. 

Se hace necesario que desde la familia, los planes y proyectos estatales y gubernamentales y el Alma Mater, se promuevan planes de lectura que acojan una mayor cantidad de lectores. Subir a dos o tres la cantidad de libros leídos por los colombianos actualmente. Estoy harto de escuchar frases sueltas sobre todos aquellos que invertimos nuestro tiempo leyendo, locuciones de personas que aseveran que encerrarse una cálida tarde de sol o una bella tarde de lluvia en una biblioteca, en la habitación o sentarse bajo la sombra de un árbol en un parque a leer no es una manera de descansar o de relajarse. Por el contrario, es una de las maneras más extraordinarias de escaparse por un rato de un mundo en decadencia que ofrece efímera felicidad a cambio de nuestra privacidad y nuestro conocimiento, y al igual, es una manera de sentarse a reflexionar sobre el mismo.

 Cada vez los lectores somos menos, pero ello no impedirá que sigan existiendo los libros.


Daniel Ballesteros Sánchez.

Notas:

(1) Tomado libremente de: E. Gallo, Geni incompresi. Robin Book, 2004. P. 56-63 y F. Lorenz, Creatori del mondo meccanico. Milán, 1942.
(2) E. Galeano. El libro de los abrazos. Ediciones La cueva. P. 115.
(3) El informe completo se puede encontrar en el siguiente enlace: http://licitaciones.camlibro.com.co/boletin/Estadisticas%202010/Estadisticas%202010.pdf
(4) El artículo completo se puede encontrar en el siguiente enlace:
http://www.revistamefisto.com/articulos-y-notas-destacadas-20-01-2013.html

viernes, 4 de enero de 2013

Gonzalo Rojas - Carta para volvernos a ver


Lo feo fue quererte, mi Fea, conociendo cuánta víbora
era tu sangre, lo monstruoso
fue oler amor debajo de tu olorcillo a hiena, y olvidar
que eras bestia, y no a besos sino a cruel mordedura
te hubiera, en pocos meses, lo vicioso y confuso
descuerado, y te hubiera en la mujer más bella ¡por Safo! convertido.

Porque, vistas las cosas desde el mar, en el frío de la noche oceánica
y encima de este barco de lujo, con mujeres francesas y espumosas,
y mucha danza, y todo, no hay ninguna
cuyo animal, oh Equívoca, tenga más desenfreno en su fulgor
antes de ti, después de ti. No hay ojos verdes
que parezcan tanto a la ignominia.

Ignominia es tu sangre, Burguesilla: lo turbio que te azota por dentro,
remolino viscoso de miedo y lujuria, corrupción
de todo lo materno que es la mujer. ¡Acuérdate, Malparida, de aquella pesadilla!
No hay trampa que te valga cuando tiritas y entras al gran baile del muro
donde se te aparecen de golpe los pedazos de la muerte.

No te perdono, entiéndeme, porque no me perdono, porque el mar
-por hermoso que sea- no perdona el cadáver; lo rechaza y lo arroja como inútil estiércol.
Muerta estás y aun entonces, cuando dormí contigo, dormí con una máquina
de partir muertos. Nadie podrá lavar mi boca sino el áspero océano.
Mujer y No-Mujer, de tu beso vicioso.

Lástima de hermosura. Si hoy te falta de madre justo lo que te sobra de ramera
y de sábana en sábana, desnuda, vas riendo
y sin embargo empiezas a llorar en lo oscuro cuando no te oye nadie,
es posible, es posible que descubras tu estrella por el viejo ejercicio
del amor, es posible que tanta espuma inútil
pierda su liviandad, se integre en la corriente, vuelva al coro del Ritmo.

Tal vez el largo oleaje de esta carta te aburra, todo este aire solemne,
pero el Ritmo ha de ser océano profundo
que al hombre y la mujer amarra y desamarra
nadie sabe por qué y, es curioso, yo mismo
no sé por qué te escribo con esta mano, y toco
tu rara desnudez terrible todavía.

No hablemos ya de mayo ni de junio, ni hablemos
del gran mes, mi Amorosa, que construyó en diamante tu figura
de amada y sobreamada, por encima del cielo, en el volcán
de aquel Chillán de Chile que vivimos los dos, y eternizamos,
silenciosos, seguros de ser uno en el vuelo.

No. Bajemos de ahí, mi Sangrienta, y entremos al agosto mortuorio:
crucemos los horribles pasadizos
de tus vacilaciones, volvamos al teléfono
que aún estará sonando. Volemos en aviones a salvar
los restos de Algo, de Alguien que va a morir, mi Dios, descuartizado.
Digamos bien las cosas. No es justo que metamos a ningún Dios en esto.

Cínicos y quirúrgicos, los dos, los dos mentimos.
Tú, la más Partidaria de la Verdad, negaste la vida hasta sangrar
contra la Especie (¿Es mucho cinco mil cuatrocientas criaturas por hora…?).
Los dos, los dos cortamos las primeras, las finas
raíces sigilosas del que quiso venir
a vernos, y a besarnos, y a juntarnos en uno.

Miro el abismo al fondo de este espejo quebrado, me adelanto a lo efímero
de tus días rientes y otra vez no eres nada
sino un color difícil de mujer vuelta al polvo
de la vejez. Adiós. Hueca irás. Vivirás
de lo que fuiste un día quemada por el rayo del vidente.
Mortal contradictorio: cierro esta carta aquí,
este jueves atlántico, sin Júpiter ni estrella.

No estás. No estoy. No estamos. Somos, y nada más.
Y océano,
y océano,
y únicamente océano.

Todos los derechos reservados.