jueves, 29 de octubre de 2020

Apuesta por una literatura bañada entre dos mares.

“La poesía es la expresión de la música verbal de los pueblos; su origen es oral y la versificación que luego emplearon los poetas cultos surgió del habla de campesinos y pescadores, de los cantores y trovadores de cada país”

Águeda Pizarro, “Almanegra”, poeta del Pacífico colombiano.

La angustia humana que exalto
no es decorativa joya para turistas.
¡Yo no canto un dolor de exportación!
 A partir de entonces se presentan los otros poemas: La voz de los ancestros, ¡Danza Mulata!, La Cumbia, Tambores de la noche, Velorio del boga adolescente, Ahora hablo de gaitas, Barrio abajo, Mr.Davi, Sensualidad negra, El líder negro, Dancing, Romance mulato, Puerto, Canción en el extremo de un entorno, solo para señalar algunos. Finalizo con el poema que dio nombre a su emblemático libro: Tambores en la noche:
 Los tambores en la noche, parece que siguieran nuestros pasos…
Tambores que suenan como fatigados
en los sombríos rincones portuarios,
en los bares oscuros, aquelárricos,
donde ceñudos lobos
se fuman las horas,
plasmando en sus pupilas
un confuso motivo de rutas perdidas,
de banderas y mástiles y proas.

Jorge Artel, poesía del Caribe colombiano.

Si los anhelos se cumplen
 se curarán las heridas
de un alma triste y sentida
que es por tu causa que sufre

Anhelos, Alfredo Gutiérrez, música de Sucre, Córdoba.



I

Decía Orlando Fals Borda en su Historia doble de la costa (Tomo I) que el hombre costeño, campesino, pescador o ganadero, ha sido forjado bajo un ethos que, bien podríamos decir, es diferente al nuestro -el de hombres andinos-, o al de aquellos que se levantan sobre las planicies del altiplano cundiboyacense. Las condiciones para labrar la tierra y las formas de apropiación del mundo para sobrevivir a una naturaleza hostil que nos es nuestra y frecuentemente ajena, han sido diferentes al nivel del mar, entre las ciénagas y las puestas del fehaciente sol que calienta la arena y los pies que la recorren, y sobre los mil, dos mil o tres mil metros, donde se posa la niebla y las hormigas se ven constantemente obligadas a subir hasta las hojas dulces de la corteza del Yarumo para comenzar sus labores.

Dentro del imaginario literario del sociólogo en el Canal A del libro ya mencionado, los hombres obreros costeños son –sí, los hay-, precisamente, como esas hormigas infatigables que suben al Yarumal, especialmente cuando les intentan arrebatar lo poco que tienen. Los campesinos no se dejan someter porque resuellan como las hormigas, cuando los osos chuperos del gran terrateniente -dice Fals- les destruyen sus hormigueros. Estos, asiduamente, como el erizo, se ensimisman y aguardan con su multiplicidad de espinas explayadas hasta volver y regresar a construir sus terrenos, que bajo las condiciones adversas de la costa necesitan ser erigidos en lugares y bajo condiciones especiales descubiertos por generaciones de hombres que han sabido adaptarse a las inundaciones o a las sequías.

La cultura costeña, tanto del Atlántico como del Pacífico, bañados por los dos inmensos mares de los que hablaban los españoles en sus cartas a la Corona, es una cultura de hombres-anfibio. Conviven entre el arado las cabezas de ganado en tiempo de sequía y la pesca con atarrayas desde las canoas en época de inundación. Son canoeros, pescadores, ganaderos y aprendieron a aguantarse la depresión entre parrandas de vallenato, cumbia y porro sabanero, mamando ron hasta el amanecer, reloj imponente que les indica que deben asistir a contemplar la asunción del sol y el apaciguamiento de las aguas para pescar lo que la mar les deja posar en las inmensas redes de pesca artesanal.

Monseñor Guzmán Campos, junto a Fals Borda y Umaña Luna, escribieron en la década de sesenta un inmenso tratado en dos tomos intitulado La Violencia. Hasta aquel entonces, el fenómeno de la violencia era casi exclusivo de quienes habitaban los Andes. Las costas colombianas, especialmente en el Atlántico, eran tierras de progreso económico donde navegaban los ferry’s whitmanianos a través del río magdalena. La costa Pacífica, eterna tierra del olvido, tampoco tenían brotes de violencia a pesar de las deplorables -y tan actuales- condiciones de pobreza. Pero el auge del narcotráfico, las ganas de enriquecerse a todo dar en la mentalidad del colombiano, la pobreza ética y cultural, y la necesidad de establecer rutas marítimas para el envío de la blanquita al norte de América Continental y ese concepto del progreso (“Mientras a la economía colombiana le va bien, al país le va mal”, dice Gonzalo Sánchez Gómez, si no estoy mal), que llega arrasando a Barranquilla y Cartagena, acaba a pasos abismales con los factores medioambientales que define el poeta y ecologista Jorge Riechmann en Tiempo para la vida: el agua, el aire, el suelo y la Fauna y la Flora, y el principal impacto lo sufren, vaya sorpresa, los pueblos más pobres: Mompox, la Loba, Ocaña, los municipios del Atlántico, Sucre, Córdoba, y los departamentos del Chocó, entre otros. La literatura, como lo dice Rollo May en La necesidad del mito, no sólo nos va contando desde su abordaje del mundo los procesos históricos y su repercusión en la actualidad. El arte en sus diversas expresiones son, como el joropo llanero, una predestinación, una suerte de arquetipo jüngiano de lo que sucederá. El vallenato, género autóctono de las costas, tan suyo como nuestro es el bambuco, el pasillo y el torbellino, dejó de cantarle al amor y a la eterna parranda, y comenzó a versar sobre la violencia, muchas veces como un aliado de los mismos grupos poseedores del capital económico que teñían de sangre los salinos mares colombianos.

Antes de continuar elucubrando, siento necesario hablar del por qué le apuesto a esa literatura de nuestras costas. Yo, como sujeto individual y sujeto histórico, con la dificultad que para mí implica dejar de escribir en tercera persona modesta; yo, hombre pequeño, de tez blanca, andino y montañero, habitante de tierra fría –y aquí distiendo de quienes nos llaman arribistas por usar prendas que nos protegen del paisaje-; yo, antiuribista (dato inútil para efectos de la ponencia, pero nunca sobra decirlo), puedo decir que no conozco, en teoría, ninguna de las dos costas más que por la literatura que de ellas han llegado a mis manos. Pero esta me ha bastado para estar enamorado de los atardeceres en el mar del Caribe, de sus mujeres negras de caderas inmensas como la línea del horizonte que separa el mar del cielo, de las indias que habitan sus caseríos, y de los hombres que labran su cuerpo a través del sudor y las manos, remando y remando como el pescador de Barú que anda buscando a su morena. Soy un poco como Joffrey Peláez Mejía y su Mocanguéreina del burdel, costeña, que se roba toda la atención de Juan Báez, quien lo deja todo, su familia, sus hijos, la importancia por el qué dirán y sus negocios… para entregarse al vaivén de los ritmos de la Mocangué y sus sudores. Pero soy un poco más como el personaje de la más bella odisea colombiana, 4 años a bordo de mi mismo, escrita bajo la pluma y la genialidad de Eduardo Zalamea Borda, rolo –o bogotano, como les gustan que les digamos-, quien descubrió el talento de ese otro costeño, tan querido por muchos -exceptuando a Borges que sólo leyó sesenta años de soledad-, conocido por el nombre de Gabriel García Márquez cuando retó a toda una generación de escritores en El Espectador en un artículo donde aseveraba que su generación, la de Eduardo, fue la última que escribió bien cuentos; García Márquez asume el reto y publica en el mismo diario La increíble y triste historia de Cándida Eréndira y su abuela desalmada y hace retractar a Zalamea Borda. Hubo esperanza.

Además de no conocer el mar colombiano, no soporto mas que sol de las seis de la mañana o el de las cinco de la tarde; ese sol que se posa en la piel como la caricia de la mujer que ama, y que ni quema demasiado ni enfría muy poco. En Cartagena asistí a un congreso y entre el astro y la arena no soporté más de veinte minutos la vista del mar; también, en Buenaventura, el olor a benceno y la contaminación de sus aguas me encerraron entre otro evento y el hotel. Pero en invierno conocí el mar de Veracruz, los cánticos de Boca del Río, las noches cubanas en el bar Los amigos (y no dejaba de pensar en Raúl Gómez Jattin cuando decía que si mis amigos no fueran una legión de ángeles clandestino, qué será de mi), ubicado en la Plaza de la Campana, y junto a mi compañero de viaje, el que aguanta tanta guitarra como Rafa Salcedo -amigo de Jattin-, nos dejamos llevar en las tardes por la magnificencia del agua que borra las huellas de la arena, y por el fuerte efluvio del choque de la fuerza del mar con la pujanza del aire en una de las dos orillas que todo mar tiene. Hemingway, en un diálogo con su hijo en Cuba, coincidieron una noche en un quehacer similar. El primero leería a Shakespeare; el segundo, contemplaría el mar nocturno. La labor era similar: los grandes escritores son como el mar: magnánimo, trágico, con las cicatrices de la historia del hombre y a la vez inmenso, insoportable, indómito, intempestivo.

Don Lácides Martínez Ávila presentó la versión original del poema Laurina Palma, más conocido por la versión musicalizada del mismo, intitulada La miseria humana y grabada por Lisandro Mesa. La historia del poema, contada por don Lácides, nieto de Lázaro Martínez Pumarejo, es más o menos así: el abuelo paterno de don Lácides, el poeta Lázaro, nacido en 1892, viajó a Soledad Atlántico para conocer a Gabriel Escorcia Gravini, escritor de La Gran Miseria Humana. El poeta le confesó que el poema fue escrito para una antigua novia, Laura, la que le dio uno de los nombres al poema. El poema, como una cantidad de obras literarias, poseía un nombre y un título alternativo, a la manera de Aura o las violetas,  Don Álvaro o la fuerza del sino, los diálogos de Platón como Fedro o la belleza, o Epinomis o el filósofo. El poema fue escrito en décimas por el poeta soledeño y, difícilmente, encontraremos un poema de tan elevado valor cultural en la historia de las letras, comparable a los versos más trágicos de Wordworth, a las soledades de Keats, a la fuerza de las imágenes poéticas de Poe. El poeta, sumido en una trágica angustia por la existencia misma tras perder a la que siempre amó, entra en un cementerio, así “Estaba allí de perverso/ entre seres no ofensivos,/ perturbando los cautivos/ en sus sepulcros desiertos…/ ¡Me fui a buscar a los muertos/ por tener miedo a los vivos!”. La brisa se posaba sobre las tumbas como besos que descendían de la bóveda celeste para acariciar a aquellos que ya habían sumido su existencia ante la gran miseria humana, la muerte. La muerte, límite último de la existencia; aquello que nos separa de los inmortales que nunca se dicen adiós; la muerte, tragedia del ateo enamorado que sabe que después de esta no hay esperanza de vida posible más que como partícula de la tierra; la muerte, gran miseria humana para el poeta soledeño. El poeta continúa su caminar entre los muerto, y “Sentí vacilar mis pies/ en tan lúgubre mansión,/ y me senté en un panteón/ con la lira en una mano…/ Como un revuelto océano/ temblaba mi corazón”. Bajo un ciprés se encuentra una calavera, a la que le pregunta qué se hizo su carne, su belleza, su cabellera. El encuentro con la calavera humana es el encuentro directo con la muerte, el diálogo shakespeareano del be or not to be, porque en la muerte no somos, no nos alcanzan los bienes de salvación para convencernos por completo de que esta vida, de la única que tenemos certeza, no es la última. “A mis interrogaciones/ el cráneo blanco callaba/ mientras la luna alumbraba/ sarcófagos y panteones.../ Y dije si aflicciones:/ si eres el cráneo de aquella/ que en la vida sin querella/ me despreció con desdén,/ ¡despréciame ahora también!/ ¡Eclipsa otra vez mi estrella!”. La belleza, la vanidad, el poder mismo, todo cede ante el silencio del sepulcro. En el Panteón habitan, no los dioses, sino los mortales que necesitan de mausoleos para saberse eternos. El poeta, que muere de 28 años, termina sus décimas diciendo “Yo escuchaba aquella cosa/ y lleno de horrible espanto/ salí de aquel camposanto/ como veloz mariposa./ La luna pura y radiosa/ vertió su lumbre fugaz,/ y la calavera audaz/ dijo al mirarme correr:/ “¡Tú aquí tienes que volver,/ y calavera serás!”//Yo, ante razón tan sentida,/ sentí por el cuerpo mío/ un extraño escalofrío/ casi perdiendo la vida./ Con el alma entristecida/ volví a mi celda cristiana,/ meditando que mañana,/ por firme ley de la parca,/ debo habitar la comarca/ de la Gran Miseria Humana”.
Lisandro Mesa, maestro en sus composiciones, alcanzó el éxito con la musicalización del poema. La música que lo acompaña es un contraste del contenido mismo de las décimas de Gravini pero, en realidad, es la más fiel representación del hombre costeño u hombre hicotea falsbordeano, espécimen que se adapta y sabe sacarle provecho con sus cánticos y su sonrisa a las adversidades cotidianas. La muerte, destino ineludible de quien vive, determinación última de la existencia, envidia de los inmortales, es para algunas regiones de la costa una posibilidad de celebración, en la que el ser querido parte hacia habitáculos más cómodos a cantar al lado de Dios, porque si hay Dios es corroncho y festivo, y se van a vivir la eterna parranda del cielo. Contratan mujeres para que lloren en los entierros; se embriagan desde los niños hasta el cacique mayor; se envuelven en rituales de paso al difunto jugando parqués y chupando ron al ritmo de acordeones. La gran miseria humana que es la muerte, es a su vez un nuevo paso para el costeño difunto que murió para este mundo, pero llevará el despelote y la algarabía al reino del eterno sosiego. Y si no hay cielo, tampoco importa mucho.
Ahora retrataré el genial Raúl Gómez Jattin. Nació el 31 de mayo de 1945, y murió el 22 de Mayo de 1997 en Cartagena de Indias, Colombia. Fue poeta, y actor de teatro. Sus primeros años, que los vivió en el pueblo de Cereté, estuvieron marcados por un profundo amor a las letras, inculcado por su padre. Su madre, Lola Jattin, siempre fue sobreprotectora con él por su problema de asma. En la secundaria viajó a Cartagena, donde convivió con su abuela materna, quien lo rechazaba por no ser un árabe puro. A ella le escribiría años después Abuela Oriental“A esa abuela ensoñada/venida de Constantinopla/ a esa mujer malvada/ que me esquilmaba el pan/ Yo la odié en mi niñez/ pero vuelve ahora con algo de hermosura/ en esta noche aciaga// Por algo se dice que con el tiempo/ uno perdona casi todo/ Vuelve con sus cicatrices en el alma/ de fugada de un harén/ con sus “mierda” en árabe y español,/ Con su soledad en esos dos idiomas/ Y ese vago destello en su espalda/ De alta espiga de siria”[1]Raúl, en Cartagena, conoció los bares y burdeles de la ciudad, donde comenzaron a nacer sus primeras obras literarias y descubrió que ese era el mundo donde habitaría después su vida entera.

Regresa a Cereté a dictar clases para ayudar con la mala situación económica de su familia. Posteriormente viaja a Bogotá a estudiar derecho por influencia de su padre; pero a Jattin jamás le gustó la carrera. En la Universidad del Externado tuvo el primer contacto con su primera frustración: el teatro. Dicen las personas por testimonio oral y escrito, que Jattin era un excelente actor de teatro. El panorama del país se encontraba permeado por la política hasta en sus entrañas, con un teatro político y panfletario en las universidades, a lo cual Jattin, reacio, respondía que “el arte no debe dejarse influir ni mezclar con la política”. Siguiendo lo dicho, comenzó a montar obras con su grupo de teatro, sin tinte político. No obstante pronto advino su retiro definitivo del teatro, aquí en Manizales, en el Festival de Teatro. Acoplaron su adaptación de Las acariences de Aristófanes, para un teatro pequeño. Empero, la obra debió presentarse en el Teatro los Fundadores y el público de la ciudad no aceptó la obra, y la convirtieron en centro de críticas, chiflidos y burlas.
Regresa a Bogotá. Su poesía, enviada a sus amigos en cartas y algunas escritas en sus cuadernos, comienza a tener relevancia. Un amigo suyo publica su primera compilación de poemas en el libro Poemas, en 1981.

Comenzaron los problemas con su madre, Lola Jattin, quien no comprendía por qué Gómez Jattin hacía teatro, se encerraba semanas enteras a leer literatura griega y a escribir poesía. Regresa el poeta a Bogotá. Escribe a su madre el poema Lola Jattin: “Más allá de la noche que titila en la infancia/ Más allá incluso de mi primer recuerdo/ Está Lola –mi madre- frente a un escaparate/ Empolvándose el rostro y arreglándose el pelo/ Tiene ya treinta años de ser hermosa y fuerte/ Y está enamorada de Joaquín Pablo –mi viejo-/ No sabe que en su vientre me oculto para cuando/ Necesite su fuerte vida la fuerza de la mía/ Mas allá de estas lágrimas que corren por mi cara/ de su dolor inmenso como una puñalada/ está Lola –la muerta- aún vibrante y viva/ sentada en un balcón mirando los luceros/ cuando la brisa de la ciénaga le desarregla/ el pelo y ella se lo vuelve a peinar/ con algo de pereza y placer concertados/ Más allá de éste instante que pasó y que no/ vuelve”.

Jattin empieza a sufrir algunas crisis esquizofrénicas: “La locura no es más que un desplazamiento de la realidad poética hacia la realidad cotidiana”[2]. Empieza a viajar entre Bogotá, Medellín, Cartagena, Cereté y Bello, a refugiarse en drogas y bares; meses después inicia un tratamiento para el tratamiento de su locura y su adicción a las drogas en La Habana, Cuba. Aunque en un principio tenía el entusiasmo puesto en su rehabilitación, las ganas de rehabilitarse meses después se difuminaron y ganó la fuerza de la desmesura[3]. Regresa a Cartagena, ya como habitante de la calle, durmiendo en el parque que queda frente al palacio de Bellas Artes –el parque de Raúl, como lo solía llamar-, donde todo transeúnte debía soportar sus malos comportamientos. La sociedad comienza a odiar al poeta.

Su relación con la poesía fue contradictoria. Si bien, muchas veces presumió sobre su talento, (como cuando alardeó a José Ory en una de sus conversaciones sobre su talento y deseo de él mismo recitar su poesía, “porque yo recito muy bien mi poesía”)[4], también suscitó en otros poemas el dolor por sus versos: "Por qué te va a entristecer el no ser poeta/ terrible sufrimiento el serlo/ sagrado –es verdad-/ pero terrible.../ ...Ser poeta es más que un destino literario"; el poeta incompleto: “Lamento por un poeta malogrado/ No sobrevoló lo cotidiano/ Enredado con la vida de los otros/ marchitó una vocación de alta poesía/ Que Dios extraño es tu consejero/ bravo guerrero/ que te hizo despreciar un destino elevado/ Tremendo fracaso de la imaginación/ es tu leyenda terrenal/ ¡ Ay pobre corazón de alas doradas ¡/ Una escarcha de ceniza vengativa/ cubre tu palidez de héroe/ que ha vivido demasiado/ y que no tiene traidor que lo asesine”; y el poeta solitario: "Los poetas amor mío,/ son unos hombres horribles/ unos monstruos de soledad./ Evítalos siempre/ comenzando por mí”.

Otro de sus conflictos internos fue su condición de género. Jattin se declaró abiertamente homosexual y lo expresa en el poema Un probable Constantino Cavafis a los 19“Esta noche asistirá a tres ceremonias peligrosas/ El amor entre hombres/ Fumar marihuana/ Y escribir poemas/ Mañana se levantará pasado el mediodía/ Tendrá rotos los labios/ Rojos los ojos/ y otro papel enemigo/ Le dolerán los labios de haber besado tanto/ Y le arderán los ojos como colillas encendidas/ Y este poema tampoco expresará su llanto”. Jamás pudo tener una relación duradera; ejemplifica ello su frustrada relación con un joven de Cereté a quien sus padres enviaron a vivir a París cuando se enteraron de que sostenía relaciones con Jattin. A este le escribe el poema Serenata“Asómate amor mío/ que el cielo ha encendido un fandango/ en su comba lejana y no hace frío.../...¿Me oyes? ¿No deseas que nuestro amor/ realice bajo los astros otra jornada? Como dioses.../...Así te supliqué y no me respondiste/ Después/ supe que días antes te habían mandado de vacaciones a París/ para que te olvidaras de mí/ El poeta del pueblo”.

El 22 de Mayo de 1997, El poeta del pueblo, como le gustaba llamarse y que lo llamaran, pierde su vida atropellado y malherido en las calles de Cartagena. Sobre su incierta muerte (como la de cualquier leyenda), se dice que fue un suicidio; algunos de sus amigos dicen que era demasiado cobarde para hacerlo, otros afirman lo contrario. El poeta sabía que su estilo de vida lo llevaría a un cercano e ineludible final, y lo expresó en uno de sus primeros poemas, El suicida, a manera de muerte anunciada, profética: “Airoso en su galope/ levantó la mano armada hasta su sien/ y disparó: suave derrumbe/ del caballo al suelo/ Doblado sobre un muslo cayó/ y sin un solo gemido/ se fue a galopar/ a las praderas del cielo.”[5].

Jattin representa una época y una forma de ir por la vida. Su propio retrato es lo mejor que podemos tener sobre él mismo: “Es Raul Gómez Jattin todos sus amigos/ Y es Raúl Gómez ninguno cuando pasa/ Cuando pasa todos son todos/ Nadie soy yo/ Nadie soy yo.”[6]

II

Hace poco hablé del Pacífico como la tierra del olvido, lugar donde se espera el regreso de lo que nunca ha sido. El Atlántico ha determinado en gran medida culturalmente a la nación, desde Candelario Obeso, Jorge Artel y Manuel Zapata Olivella en la poesía y la prosa, los tres naturales de la costa Atlántica. Hacia el Pacífico, exceptuando en cierta medida a Arnoldo Palacio y Carlos Arturo Trueque, hay un desconocimiento por parte de los lectores y la crítica nacional e internacional respecto a sus producciones artísticas. El litoral del norte colombiano se ha superpuesto al occidental. La actividad empresarial, por la cercanía al río Magdalena, permitió que el Atlántico se consolidara económicamente como una de las regiones más prósperas del país y sus puertos, los más usados, permitieron la llegada de tecnologías e ideas nuevas venidas de diversos países del mundo. Las negritudes fueron aceptadas mucho más rápido en la Costa del Caribe, pues era necesario, por el crecimiento económico, tener mayores ejércitos laborales. La Costa Pacífica, por el contrario, desconocida en casi todos los rincones del país y del mundo posee, también, riquezas minerales e hídricas como pocas regiones en el mundo. Pero su clima, intensas lluvias, fuertes oleadas de calor, hacen que la región sea considerada hostil. Los negros que se libraron en la segunda mitad del siglo XX de sus amos, habitaron estos territorios para dedicarse al cultivo de coco, la pesca y la búsqueda de oro, lejos de quienes los esclavizaron; empero, la falta de carreteras, la poca educación técnica de estas regiones y el desinterés del centralismo político por el Pacífico impidieron que talentos regionales pasaran de lo meramente local.
Las costas del Pacífico, exceptuando a Buenaventura, carecen de una infraestructura vial para el turismo. El valle del Cauca, Nariño, el Chocó y el Cauca tienen aún entre su habitantes algunos de los más pobres del país. La desigualdad social en esta región, tan afligida por el conflicto desde los ochentas, ha impedido una mejora en las condiciones sociales y económicas de sus habitantes. Pero también en el litoral del Pacífico hay una poesía de la fiesta, una poesía que no olvida sus raíces africanas, los yugos esclavos, los oscuros socavones en los que los obligaron a buscar el metal precioso. Martán Góngora, poeta del litoral del pacífico, decía que “La población negra, en su mayoría absoluta, me infundió conjuntamente con el ritmo de las mareas, el sentido de la justicia social. El negro se hizo música y habita entre nosotros. Pero también se trocó en grito libertario y frustrada esperanza. De ahí que muchos de mis poemas no puedan renunciar al acompañamiento tácito de la marimba y el tambor, y que traduzca, en otros el pregón del esclavo de ayer y de hoy” (Breviario negro, 7).
En nuestras costas, el esclavismo aún no desaparece, ni en términos de explotación laboral, real ni en el imaginario de nuestros antepasados negros.  No obstante, allí hay prácticas de resistencia en contra de estas prácticas de dominación: El esclavo hace del objeto que lo ata (el blackberry o el grillete, por ejemplo) su instrumento para acompañar su propio canto. Forja una relación con ese objeto que constantemente le recuerda que no se pertenece; a través de las cadenas, las palmas de sus manos, las voces rasgadas por el tabaco (que contrario a los fascistas de la salud considero que sí brinda beneficios al darnos un paréntesis en la cotidianidad) y el sentido de la musicalidad de las palabras o los tambores, crean nuevos géneros musicales atravesados por la melancolía para sentirse vivos. Nada en esta vida cobra más sentido que el saberse vivos. Toda nuestra música, con sus raíces negras, tiene un dolor en el alma; pero tiene alma, y el esclavo aprehende su relación con el objeto que le ha sido impuesto y lo hace suyo; lo reconoce como impropio, pero lo vuelve su herramienta, como una extensión de su cántico, para llevar su grito a otros oídos en busca de esperanza. El azadón y las cadenas dejan de ser objetos que esclavizan, en algunos momentos, para convertirse en instrumentos musicales de un cántico de aguante contra la intransigencia de la desmemoria.

En contra de esta aprehensión del esclavo con los otros esclavos y con los objetos que los esclavizan; en contra del esclavo que deja de ser esclavo para sentirse vivo, la clase social poseedora del ejercicio del poder y en defensa de sus intereses, tiene dos vías: o intentar exterminar el cántico de emancipación, prohibiéndolo o marginándolo, o rescatar su valor musical al hacerlo suyo. Por eficacia, le quitaron al campesino, de los andes o de las costas, sus propios versos y lo devolvieron a la inhumanidad, cambiándole su creación artística por otros objetos de entretenimiento. Las altas clases colombianas arrancaron al campesinado los bambucos, los pasillos, el porro sabanero e inclusive el vallenato, hecho de guacharacas y acordeones, y les entregaron cantos de otras latitudes en sus peores expresiones.

Nos arrebataron los bambucos en los que se expresaban el dolor de los campos entre tertulias de requintos, guitarras marcantes y tiples; les quitaron a las canciones las letras y los volvieron música sinfónica; crearon estaciones de radio en los que el pasillo terminó siendo música de fondo para los restaurantes de élite. Luego, le llevaron al campesinado las peores formas del rocanrol gringo, reguetón boricua y les cambiaron el vallenato que cantaba al atardecer o la pelea de barrio por uno que canta al paramilitarismo y a las masacres de la costa atlántica y pacífica. Le quitaron al esclavo su más alta creación, la máxima expresión de una conciencia de clase que se iba entrelazando por el reconocimiento y los lazos de solidaridad, y les dejaron los corridos mexicanos donde el máximo sueño que puede alcanzar un hombre es ser un narcotraficante. También pasó en México: les cambiaron las melodías de Jose Alfredo Jiménez (¡Chíngale mi Jose Alfredo!, gritaba un amigo mío cada que lo escuchaba), las letras de Pedro Infante y el corazón que entregaba en la garganta Cuco Sánchez, por unos ensambles musicales de percusión que le hacen apologías a quienes día a día desangran ese bello país por el que aún brota la sangre de Zapata. Le quitan al esclavo su grito de libertad y, a cambio, le forjan una nueva perspectiva de riqueza a través de la música (y los libros, y las narco-novelas, y los periódicos…) en la que es necesario taquear de drogas las calles para seguir siendo un esclavo de cadenas, pero de oro.

Colombia es el único país en América Continental que está cercado por ambos litorales. Nuestros manglares, ciénagas, el sol poniente y su ocaso, las mujeres y los hombres que allí habitan, son elementos suficientes para que exista una literatura que no merezca al olvido como la peor de las venganzas, porque ni necesidad ni motivo hay para vengarnos. Un rompimiento del canon literario implica una lectura de los olvidados, de aquellos a los que las casas editoriales no apuestan un centavo por que los desconocen. O por racismo, demás. Pero esta no es sólo una invitación a acercarnos a la literatura: también existen allí otros lenguajes artísticos que valen y merecen la pena ser revisados. Poéticas de la contemplación, del esclavismo que no desaparece; pero también del amor, de la fiesta, de la alegría en la penuria que no se difumina de las blancas sonrisas de los negros de raíces africanas, a pesar de tanto gris que aún no se refleja en el paisaje. Esta apuesta es también por la música, que va por encima de los Zuleta y un políticamente incorrecto Diomedes, que considero es, más allá del hombre, un poeta de ciertas maneras de amar. Hombres cuyos vicios nos hacen saberlos hombres, porque ninguno de nosotros ni de los antiguos escapa o escapó enteramente de los vicios de su tiempo. Hombres más cercanos a nosotros, a la experiencia cotidiana de aprender a vivir entre los desasosiegos pessoanos y las partidas sentimentales de Rómulo Brito. Esta es, entonces, una invitación a leer a las mujeres negras que escriben después de apagar el fogón; a esos hombres que con un lápiz y un papel aguardan que pique el pez en su caña de pesca; a esos corronchos que entre borrachera y borrachera completan el paisaje de nuestra tierra y sus labranzas. Esta es una apuesta por el vitalismo de la Costa Atlántica y Pacífica, por los palenques y los jolgorios, donde bien describe Alberto Salcedo Ramos en un ya célebre artículo para la revista SoHo, -recomendado a mí por mi amigo Julián Lasso, amante como yo de la eterna parranda-, que la alegría es tan inmensa que “¡Ay, Dios mío, con este disco (o este poema, o este cuento, o esta guitarra o este sonar del acordeón y la marimba) cualquiera se bebe una plata ajena!”.



[1] JATTIN, Gómez Raúl. Retratos. 1980.
[2] JATTIN, Gómez Raúl. Tomado de http://www.laotrarevista.com/wp-content/uploads/2009/03/raul-gomez-jattin.pdf el día 21 de Abril de 2012 a las 11:28 a.m.
[3] Tomado de http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1098 el día 21 de Abril de 2012 a las 12:30 m.
[4] Ibíd.
[5] JATTIN, Gómez Raúl. Retratos. 1980
[6] Ibíd.

Publicado originalmente en: http://semillerosenderos.blogspot.com/2015/05/memorias-dia-del-idioma-23-de-abril-de.html