viernes, 19 de julio de 2013

Salvamento N° 2 (Orlando Sierra Hernández)

(…) además ya no tendría palabras.
Al fin soy la figura central en el entierro.

Orlando Sierra Hernández – Señales de difunto.

Ya son casi once los años que han pasado desde que Orlando Sierra fue asesinado, y son también casi once los años en los que el crimen ha permanecido en la completa impunidad; unos han salido de la carcel, otros han entrado, otros han dicho toda una serie de disparates, y la clase política a la que Orlando dirigía su crítica se cubre bajo el velo del terror que enmudece nuestras calles y campos colombianos.

Decía su amigo, el escritor Octavio Escobar memorando a Capote en su Segunda Serenata en Memoria de Orlando Sierra, publicada por el blog Nos van a perdonar, que éste “habla de deseos y esperanza, de frustraciones y derrotas, de afecto y soledades. Refiriéndose a la ciudad que lo adoptó y también lo mató”. Acertada aquella semblanza, ya que la tierra natal de Orlando fue Santa Rosa de Cabal, pero su corazón perteneció a Manizales, y fue precisamente en ésta ciudad donde le detuvieron, a sonido del estallido de la pólvora entremezclada al plomo, el latido de su álgido corazón que luchó, columna tras columna en el diario La Patria, contra las oligarquías políticas que han desangrado una generación detrás de la otra de la ciudad de las puertas abiertas a la corrupción, cuan si fuera una especie de paraíso fiscal colombiano.


Recuerdo que apenas contaba yo con nueve años cuando vi entrar a mi padre a casa, contrariado y exasperado, a relatarle a mi madre no sólo la muerte de Orlando, sino de un vendedor de dulces que fue testigo del asesinato, a quien también “lo murieron”. Otro más en el lugar equivocado, dentro de un país lleno de rincones, esquinas, calles y campos equivocados; y no fueron los únicos que murieron por el caso: vinieron otros dos, tres, cuatro… luego el silencio. Yo, mientras veía hablar a mi padre, me acordaba del otro periodista que tanto aún quiero, Jaime Garzón: hice memoria de las balas, de la muerte, del silencio, y de una canción interpretada por Cesar Mora en Yo José Gabriel que vi cantar por aquel periodista, entusiasmado, dos o tres días antes del atentado que también le quitó la vida; quiero morirme de manera singular, quiero un adiós, un carnaval.

Algunos años después pude leer las columnas de Orlando Sierra en el libro Punto de Encuentro, una selección de sus mejores columnas hecha por el periódico La Patria  en Octubre del 2002; las que me faltaban, logré leerlas en el archivo histórico del diario guardado en la Biblioteca del Banco de la República, cuando estaba situada en la carrera veintitrés, en pleno centro de la ciudad. En las columnas conocí familias, apellidos, Yepes, Barcos, partidos políticos, Liberales, Conservadores y una cantidad de tinterillos que hacían cumplir todas las órdenes de aquellos poderosos de vasto renombre cual mafia siciliana. Hasta ahí supe del periodista; tiempo más tarde descubrí que las crónicas informativas eran tan sólo una faceta de Orlando, ya que en algún otro texto escrito por el ya mencionado Octavio, y un artículo de la revista Cromos, rememoraban, no sin cierta nostalgia, los proyectos en prosa del periodista y las cuidadas y cultivadas poesías que había escrito, algunas publicadas por la Casa de Poesía Fernando Mejía Mejía.

También escribió algunas novelas. La novela La Estación de los Sueños (La gare des rêves), imposible de conseguir en la ciudad que lo vio morir, fue impresa, editada y publicada por la Casa de Escritores y Traductores Extranjeros de Saint-Nazaire (ciudad de la Bretaña francesa) en el 2007. Me di entonces a la labor de conseguir sus poemarios, entre los que adquirí un pequeño y bien cuidado libro publicado, precisamente, por la Casa de Poesía Fernando Mejía Mejía, titulado Celebración de la Nube, con ilustraciones de Walter Castañeda, en el año de 1992, y reeditado por la misma Casa en 1995, junto a otros poetas caldenses como Edgardo Escobar (Esta belleza inexplicable), Álvaro Marín (Jinete de Sombras), Flobert Zapata (Copia del Insecto), Dominga Palacios (Del lado cinco de mi corazón), y el infaltable Fernando Mejía Mejía, en un poemario seleccionado y prologado por Flobert, titulado Un bosque flotando entre ciudades, entre otros poetas.


Algunas de las mejores letras caldenses han sido forjadas a fuerza de la crónica y del periodismo; tal fue el caso de Aquilino Villegas, Juan Bautista López Obregón, José Vélez Sáenz, Bernardo Arias Trujillo, Alejandro Vallejo y muchos otros, entre los que indudablemente se encuentra Orlando Sierra. En ésta segunda entrega de Salvamento, queremos dar a conocer una selección personal de poemas, sin ningún criterio más que la evocación pasional, del gran periodista, poeta y prosista Orlando Sierra Hernández, quien nos enseñó que hay que atacar aquel silencio que no dice nada, porque es precisamente ese el silencio que tanto daño nos ha hecho desde que se posó como un velo inmutable sobre nuestro país: hablo del silencio por el miedo a ser silenciados. 


Poemas escogidos de Celebración de la Nube:

Certeza
Ahora que sé
que el aire más puro que respiro
es el que viene de tu aliento
reconozco que te amo.

Salvación
Como quien salta al mar
ante lo irremediable del naufragio,
así voy al día.
Agua turbia el tiempo,
tormenta del mediodía por entre el tráfago de
                                                           la ciudad.
De sol a sol
braceando el aire, el pan, la vida,
la balsa salvadora de la noche
que me conduzca a la tierra firme de tu
                                                           cuerpo,
a las penínsulas de tus senos.

Mientras nos amamos

Desanudados los cuerpos,
la tarea de restituir el mundo
viene entonces.
Al cielo la ebria luna
que cayó derrumbada en la charca,
la escucha insomne,
perdidos los oídos
por el canto de sirena de nuestra dicha.
Desfallece todo
mientras perdura nuestra entrega.
La noche en algún lado se destiñe de luz,
se desmorona la muerte
entre los besos.

Iniciación

La pasión aletea
entre los dedos ciegos
de los amantes.
Torpes manos,
como de cirujano que ha perdido el pulso,
hacen la primera caricia.

El no suicida

En mitad de la noche
y bajo un árbol maduro de pájaros
se acurruca siempre
el no suicida.
Ese hombre
que no disparó su arma
ni al corazón ni al desengaño
llora allí su costumbre del mundo.

Preguntando por el aire

Este aire
            que ahora mismo respiro,
¿de mi cuerpo hacia qué cuerpo irá?
¿Quién lo ha remitido a mí?
¿Fue acaso un aire respirado en la risa,
en el llanto, en el momento del amor
o a la hora de salir del sueño,
cuando es aliento cálido el aire que viene de la
                                                           noche?
¿Baten las alas del pájaro este aire
antes de llegar al otro
o simplemente va de mi boca a sus pulmones
como me llega el agua del río
por el grifo o la ducha?
¿Qué de mí se va en el aire; qué me llega?
¿Qué último aliento tocará el poema?

Poemas publicados por la revista Viejo Caldas:

Señales de difunto

Empezaré por decirles,
que no me importa el refugio.
Sé de antemano donde se halla el lugar,
no sabiendo exactramente
el sitio determinado.
Sin embargo (lo más seguro) iré a ojos cerrados.
Reviviré mi antigua
severidad de rostro
(ahora por razones valederas)
No llevaré etiqueta, boletos, mucho menos recados;
tampoco preguntaré
qué se hubo de hipotecar para conseguir la caja
(será incómodo hablar en ese instante),
además ya no tendría palabras.
Al fin soy la figura central en el entierro.

Tus pechos en tierra.

Abres tu blusa
y avanzan tus pechos
como navíos
en el océano del aire.
Mis manos,
islotes donde encallan.
Pero luego
te vienes hasta mi pecho
y es como si llegaran a puerto,
como si desembocaran
en tierra firme.
En mi boca
-cuando los abandonas a mis besos-
se embriagan
como un marinero en un burdel.
 

Alquimia

Para algunos la alquimia
es trasmutar en la retorta
la escoria en oro.
Para mí es conquistarte,
hacer que me quieras.
Sólo así oro será mi nombre
en el enrojecido
caldero de tu lengua.
Ese es el secreto.


Daniel Ballesteros Sánchez
Manizales, Caldas – 2013.

martes, 2 de julio de 2013

Consideraciones frente al caso de Edward Snowden

Hace pocos días invadió los cabeceros de los periódicos, una grave noticia sobre el caso de un agente de la CIA (Central Intelligence Agency), Edward Snowden, que infiltró una serie de documentos que permitieron comprobar que el gobierno de Estados Unidos lleva varios años espiando a sus ciudadanos, tanto los que se encuentran dentro de su territorio como quienes se encuentran por fuera del mismo. El caso se volcó aún más complejo, cuando se supo que el joven había huido del país, y solicitaba a una veintena de países asilo político.

En virtud de su humanidad y valentía, considero que se le debe dar asilo político en tierras suramericanas a éste hombre que, a pesar de haber traicionado la organización a la que “pertenecía”, claramente lo hizo porque puso por encima de sus intereses económicos, un interés primario en la vida de cada ciudadano: la privacidad. Snowden comprendió que pertenece primero a la especie como institución, que a la organización como mecanismo de sometimiento a una pequeña parte de la especie. 


Nosotros, como ciudadanos, nos encontramos fragmentados en dos sujetos completamente diferentes; el primero, es aquel que trabaja, estudia o debate en la plaza pública: el sujeto social como tal. El segundo, es aquel que regresa a casa, y que al traspasar la puerta se encuentra en el ámbito más personal que puede tener todo hombre: el sujeto privado. Es allí donde los artistas crean y recrean sus experiencias, y donde el ciudadano común comparte con su familia o con su propio ser gratos o ingratos momentos, e indudablemente, donde muchos hombres han decidido crear y seguir filosofías e ideas que van en contra del interés de la clase social dominante a cargo del poder.

Es por éste último punto que los Estados han decidido someter nuestra privacidad, creándonos una necesidad, un temor: el terrorismo. Desde la ola de supuestos terroristas provenientes del medio oriente, los grandes capos sudamericanos, los escándalos sexuales europeos y los tiroteos norteamericanos, se ha impuesto una cultura del terror; los mismos Estados que propagan a través de los medios de comunicación diversos prototipos de personalidades psicóticas, que crean sujetos problemáticos en base a las cohibiciones culturales y que, a fin de cuentas, crearon el problema, han creado también la solución: una mayor inversión en “seguridad”. El mismo presidente de Estados Unidos ha declarado que para una mayor seguridad se debe sacrificar la privacidad de los ciudadanos. La seguridad se ha tornado peligrosa.

Si bien éste hombre cometió una traición (del latín traditio, traditiones: entregar, trasmitir algo o alguien al otro bando. Cabe aclarar que en el latín culto, traditio o traditiones, puede también significar tradición o tradiciones; la diferencia es que la tradición es lo que se entrega o se trasmite a las siguientes generaciones, y la traición es la entrega de algo o alguien a la banca enemiga, contraria.), me someto a opinar, haciendo un acto de fe –de los que escasamente palidezco una o dos veces por año-, que lo hizo en beneficio de la humanidad como especie, poniendo por encima la lucha por la privacidad y la libertad sobre una organización que está sujeta a una selecta y pequeña (pequeñísima) parte de nosotros: la clase política gobernante, que con dificultad puedo reconocer como perteneciente de mi propia especie, porque la ambición y el poder mismo los han deshumanizado. Sé también que la deshumanización, desde el Zarathustra nietzscheano, ha sido comprendida como un paso necesario para aquellos que se rigen por el pensamiento empírico-matemático, pero el superhombre producto de la tecnología, la cibertecnología y la biotecnología no puede perder de sus entrañas lo que las generaciones anteriores han alcanzado, derramando millares de litros de sangre: me refiero a los grados de libertad. La historia del ser humano ha sido la misma historia de la lucha por la libertad.

Me causa real y visceral estupor que los mass media y las personas del común se preocupen más por la traición al imperio que por lo que éste joven logró revelar en su osada acción. ¿Cómo es posible que nos intranquilice más la traición a una organización como la CIA, completamente ajena a nuestros intereses, que el hecho de que los gobiernos de turno nos estén arrebatando la privacidad y la libertad?

He dicho anteriormente que la historia del hombre –como especie- ha sido la historia de la lucha por nuestra libertad. Hemos pasado de un sistema sociocultural a otro (con sus doctrinas eclesiásticas y económicas) a riesgo de ver correr ríos de sangre, sólo por la promesa de la libertad (del comunismo primitivo -presos del instinto- al esclavismo -presos de la propiedad privada primaria-; del esclavismo al feudalismo -presos de la religión-; del feudalismo al capitalismo -presos del capital-). Pero cuando una clase social pasa de ser la clase crítica a ser la clase instaurada, la promesa se trastrueca en olvido, y todo aquel que quiera revivirla será sindicado de antiprogresista, retrógrado, conservado o de terrorista, llegado el caso.

Sé cuán difícil es librar una guerra en tiempos donde los tentáculos del poder mueven maquinarias grandísimas que incluyen a cientos, miles y millares de hombres que acatan órdenes y se olvidan de su humanidad. Es por ello que admiro profundamente a Snowden: porque intentó, aun siendo un solo hombre, subvertir las dinámicas de una enorme rueda dentada que no quiere detenerse en su afán de quitar la división de lo público y lo privado, para contrariar la misma esencia del hombre y llevarlo a una encrucijada en la que sólo pueda reconocerse como miembro de una maquinaria indetenible, una maquinaria naturalizada, que supuestamente siempre ha existido y que, por tanto, siempre existirá. La resistencia de un solo hombre en estos tiempos, como héroe espartano, no sólo tiene resonancias de valentía olvidadas por el sujeto contemporáneo, sino que realmente representa lo que tantos soñamos de niños y lo que tantos fueron en el pasado: héroes.

Los héroes aún existen, y merecen asilo.

lunes, 24 de junio de 2013

Salvamento - N° 1 (Jofre Peláez Mejía)

Nota preliminar, a manera de Objetivo:

No existe un mejor espejo de la sociedad que el arte, que atiende a su momento histórico y que, por demás, algunas veces lo ha aventajado para datar cuestiones del pretérito que intervienen en la realidad vigente, o para deliberar suposiciones del futuro forjado en el presente. Dice Thoreau en Lectura (Sobre la desobediencia civil), que no hay ejercicio más noble que el de la escritura; añado que, para mí, no sólo no existe un ejercicio de mayor nobleza, sino que no existe un proseguir artístico que haya permitido al hombre llegar hasta donde ha llegado como especie, sin entrar en juicios valorativos sobre el progresismo… ¿Acaso no decapitó Descartes a Luis XVI con sus obras dos siglos antes?

Hace pocos días, tras la rueda de prensa de un libro recién lanzado en la ciudad de Manizales por un profesor de la Universidad de Caldas, me di a la labor, con mi compañera Natalia, de tratar de rescatar algunos de los autores que han sucumbido al olvido de éste país sin memoria y que, por su indudable valor literario, nos sentimos en la obligación de redimir y librar de la negligencia del vago recuerdo, tanto para darlos a conocer en la memoria de nuestros contemporáneos, como para proveerles del valor que realmente se merece el preclaro oficio de la escritura. Aunque mi pretensión inicial se referirá sólo a autores de Manizales y del Departamento de Caldas, quiero iniciar dando a conocer a Joffre Peláez Mejía, escritor e intelectual antioqueño, ganador del Primer Puesto del IV Concurso de Novela y Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín (1998) con su libro La novela de Amariles; escribió además, el libro de relatos novelados El Puerto Rosa del Sol (1997), editado por él mismo en Lito Bogal, Medellín. Murió el 15 de octubre de 2002. Éste es uno de los relatos de El Puerto Rosa del Sol:

LA MOCANGUÉ

Juan Báez se quejaba de no haber encontrado un amigo verdadero, ni mucho menos una mujer que lo amara. Y agregaba: “Dos cosas son lo más difícil: no ser uno el que es, y poder aguantarlo”. Por lo demás ésa era toda su filosofía escueta. Lo decía en ocasiones que venían al caso y, en términos generales, no abusaba.

Las gentes que dormían en lechos adosados a los canceles de madera que haciendo las veces de muros separaban de la calle, sentían desde muy temprano su fuerte taconeo arrítmico, que parecía cojear ya de un pie, ya del otro, pues andaba presuroso, balanceándose agitado, como si algo se le hubiera quedado sin hacer y se acordara de repente. Cuando entraba intempestivamente a la tienda del antiguo Administrador de la Aduana, el dueño se sorprendía como si fuera la primera vez y le decía: “A usted hay que tomarle siempre como una aparición”. Lo cual era motivo para que Juan Báez sonriera, sin más respuesta que un “¿Cómo amaneció?”, ya que sus ires y venires constantes, aunque obedecieran a la necesidad de atender sus asuntos, tenían también algo de manía inveterada de andar como autómata dando los buenos días, para comentar luego algún hecho que se hubiera quedado sin aclarar en su mente inquieta. O por pedir consejo o proponer cualquier iniciativa, pues era también de una inagotable y febril actividad imaginativa, para idear cambios o reformas en las cosas ajenas y en las del municipio, como si su ajetreo personal nunca estuviera satisfecho y necesitara estar promoviendo acciones para las que no siempre había medio suficientes. “Lo que hay que hacer, hay que hacerlo, ya ve usted”.  Era concejal, miembro principal del Directorio, infaltable en toda reunión. Aunque  no creyente devoto, estaba en primera fila de las grandes festividades, cargando el palio o llevando pendones y estandarte en las procesiones, afectando recogimiento impresionante por su porte imperturbable, cara y cuerpo bañados en sudor por la canícula. Su desconfianza había impedido que se casara joven y llevara una vida conyugal con altibajos; y tuvo una caída que hizo época y no podía menos que dejar su huella. No debe mantenerse con excesiva firmeza eso de caída, porque si bien en realidad su matrimonio quedó desbaratado, su organización familiar se hizo pedazos, sus relaciones sociales sufrieron gravemente, en lo económico se vino abajo y hubo de perderse por un tiempo largo, después reapareció cualquier día, fue rehaciéndose con facilidad ruidosa y pudo volver a jugar billar con desbocada pasión. Por este juego era capaz de muchos desatinos. Podrían adelantarse otros rasgos de su carácter que permitieran comprender mejor su enrevesada personalidad a riesgo de caer en la tentación de deducir de ellos las consecuencias de sus actos, postura rígida que niega al azar la virtud de intervenir con su terrible cadena intempestiva de los hechos regulares. No se debe negar de plano esa influencia, mitad siniestra, mitad benéfica. Lo duro está en saber a qué atribuir los resultados de cualquier acción. ¿Cuántos seres caminan por el mundo ignorantes de esto tan sencillo y al final de sus días duermen en paz? En lo uno y en lo otro siempre será injusto el juicio posterior, por más que se escribe hondo en los escombros. Rasgos que están ahí para tomarlos con precaución y son estigmas que se ostentan por provocar.

Cuando Juan Báez se enamoró de La Mocangué a sabiendas de los ínfimos atributos físicos que la adornaban, había ya quienes lo tenían caracterizado como un hombre impredecible e impulsivo, y que no salieron de su asombro frente a la ciega pasión que lo envolvió. La Mocangué era un ser agreste, montaraz, reina del burdel, que no sabía ni su nombre, que poco le importa si no fuera porque allá dentro de su alma conservaba, íntegros, recuerdos imborrables que la hacían, en el fondo de sus fondos, tan especialmente distinta que el día que supo Juan Báez su historia completa, echó por la borda los pocos o muchos escrúpulos que tuviera y se fue a vivir con ella ante el pasmo total y conmovido de sus hijas, de su esposa, del Cura Palacio –que no se preocupaba porque en su iglesia no hubiera matrimonios-, y del resto del Pueblo que lo tenía por ejemplar, por lo menos en cuanto al cumplimiento de los deberes conyugales.

Pues resulta que Juan Báez era impresionable, espontáneo y sincero. Decía que era franco, esto es, que decir lo que pensaba y hacer lo que creía que debía hacer, eran su regla de conducta, sin importar las consecuencias. El día que la Mocangué le contó la historia de su vida se emborrachó, desafió a todo el mundo, y terminó jugando billar con su enemigo más fiero, “Botalibras”.

Se supo mucho después que el nombre de La Mocangué era Maria Dolores y que sus apellidos, Dávalos Armentía, habían gozado de cierta notabilidad aunque a ella poco le importara, lo cual se notaba en su comportamiento, la agresiva mirada de sus ojos zahareños y el modo de ejercer su profesión de prostituta, alegre y descocada.

Era alta, más de lo común, con los senos enormes y turgentes. Sus amplias caderas bamboleaban sin concierto, porque su andar atropellado no dejaba espacios para ritmos de ninguna clase, así fuera –como lo era- apasionada del baile. En “Las Brisas” era dueña y señora de la pista. Llevaba a los parejos a su antojo y con mayor razón a Juan Báez. Se vieron desde el primer momento el uno al otro, atraídos. Era de verlos ya ebrios, consumidos de pasión y casi sin moverse, solos en la sala, reclinada la cabeza de Juan Báez sobre el pecho de su amada, haciendo repetir hasta el cansancio una canción caribe de amor, evocadora. Y a su tamaño descomunal, a su exuberancia, unía una fealdad de cara que hacía preguntarse, a quien la viera por primera vez, si los espantos era una mera suposición o había encarnaciones. La nariz achatada y torcida, la boca grande, burlona, vengativa. Esa cabeza de medusa. La mirada. ¡Esa mirada! ¿Quién iba a creer que Juan Báez, descubriera una ternura infinita donde natura había negado que fuera posible imaginarla?

Al final de la tarde Juan Báez se iba a la tienda de Don Víctor a componer el mundo, cuando no tenía reunión en el Consejo en el Club de Rotarios. Luego, cuando el Botalibras regresaba de algún viaje, Juan Báez se iba a buscarlo para jugar un “chico” en la Cantina Grande, estratégicamente situada en la confluencia de los caños que comunicaban el Puerto a la bahía. Eternos rivales, Botalibras y Juan Báez se conocían el juego y recíprocamente se daban ventajas. Y una noche, antes de jugar, Juan Báez se fue para “Las Brisas” con el deliberado propósito de verse con La Mocangué, en una de esas arrancadas suyas, después de unos cuantos aguardientes, como impulsado por el deseo de saciar alguna sed desconocida, con el afán de verla desnuda y poseerla, o quién sabe qué otra idea atravesada en el cerebro. Ella, a esas horas aún tempranas estaba como siempre sentada en su silla, de frente en la entrada principal, mirando ensimismada hacia ninguna parte. Pocas palabras necesitó Juan Báez para conseguir que hicieran el amor, ese amor sin amor, escalofriante, que es una negación y al mismo tiempo una afirmación. Dispuesta, en esa espera sin ninguna esperanza de las prostitutas. En una de esas noches, cuando se escapa el indómito ser domesticado, Juan Báez sintió un afán impostergable de escuchar de labios de La Mocangué su historia. De verdad era ésta: “Sí, yo nací en alguna parte, no sé. Debe haber sido en un lugar muy frío, porque en el Puerto hay noches que en medio del calor sofocante recuerdo y se me hiela el corazón. A los cinco años comencé a trabajar. A los dieciocho me casé, a los veintiocho abandoné lo que ya no era un hogar y aquí estoy. Y eso es todo”.

-¿Cómo así?- dijo Juan Báez.
-¡Así!- dijo La Mocangué. 
-¿Con quién hiciste el amor por primera vez? 
-¡Con quién iba a ser, con mi marido! 
-¿Cuándo lo hiciste? 
-A los dos años de casada. 
-¿Cómo así? -¡Así! 
-¿Y cuántas veces hiciste el amor con tu marido? 
-Cuatro. Tuvimos cuatro hijos. 
-¿Cómo así? -¡Así! -¿Y por qué? 
-Porque yo pensaba que era sí. Que al casarme mi deber era atender a mi hombre y trabajar para él, hacerle la comida y remendarle la ropa. Y él, bebía y bebía y vivía borracho. Cuatro veces estuvo sin beber, ¡y tuvimos cuatro hijos! Después me pareció que ésa no era la vida, si es que la vida es algo. ¡Y aquí estoy!


De allí salió disparado Juan Baez a buscar a “Botalibras” y esa noche lo “peló”.

¿Cuál fue el encanto de las noches que siguieron? ¿De los meses y años que siguieron? En el principio, a Juan Báez le pareció encontrar que entre las sombras y las luces del cuarto donde hacían el amor en “Las Brisas”, los acechaban ocultas sinrazones que se dejaban venir en los momentos de éxtasis mayor. No eran premoniciones ni dudas, ni avisos, ni sugerencias de ninguna clase que le llegaran de cualquier gesto sin premeditación que hiciera La Mocangué. Sentía que algo le impedía disfrutar la plenitud de esos momentos. Pero allá, muy dentro de sí, le quedaba la agradable sensación de un placer desconocido. Y eso fue lo que siguió, como se siguen las estrellas, dispuesto a descifrar lo indescifrable, sin una noción clara de si eran sus instintos o la deliberada vocación que tenía de hacer lo que le parecía bien hecho.

Ciertas noches, La Mocangué le repetía su historia con nuevos detalles, y más sombríos tintes. ¿También eso lo retenía? Juan Báez afectaba rasgos de lucidez, pero inconsistencias e indecisiones lo dominaban. Y así pensó encontrar que sus amores con La Mocangué podrían llegar a una encrucijada, que verla era ya más un daño que una conquista de los dos y que quizá debían reconocer que la felicidad es imposible.

Ella, de ser la esclava de un hombre inexistente, pasó a ser una prostituta, esclava de mil hombres sin rostro, acaso sin alma, con instintos qué saciar. Sus amores con Juan Báez despertaron los gorriones que tenía dormidos y armaron estos con sus alas tal alboroto, que los alaridos de La Mocangué cuando copulaban en las mañanas, ponían a retumbar los árboles en la selva vecina, y una vez una ceiba bonga inmensa se deshizo ante los ojos incrédulos de los campesinos que oyeron el último estertor matutino y sublime de esa alma buena que quiso limpiar sus pecados en su entrega alucinada con el soplo impetuoso de las mismas entrañas y alientos de Juan Báez. Entonces llegaron a ser esclavos uno del otro, ardiendo en los deseos de darse con la fiera obstinación que obliga a todas las renuncias. “¿Qué le pasa a Juan Báez?”, se preguntaba la gente. Se supo que sus negocios de madera iban mal. Perdía más de la cuenta al billar con Botalibras. Era una transformación incontenible. Le consiguió una casita en las afueras a La Mocangué. Y ella se trasteó con sus escasas pertenencias y unos cuantos trebejos que compraron: le dijo que no necesitaba nada. Juan Báez había ido dejando sus negocios de madera en manos de un desconocido a quien decían “Guillo”, río arriba.

De amanecer en amanecer, mientras los pájaros cantaban afuera, Juan Báez y La Mocangué se decían sus amores y recordaban sus tristezas. Ella tenía de sus propios sufrimientos una fijación en su memoria igual a la que tienen los seres simples, que parecen llevar por la vida la cruz de sus desdichas como meros designios contra los cuales nada se puede hacer. Por eso sus relatos no tenían quejas ni reproches. Eran más bien la exposición airada de cosas viejas y feas que sorprenden por lo absurdo y pintan un cuadro patético sin que pretendan hallar la compasión de quien lo mira. Que al contemplarlo puede llegarse a comprender por cuáles intrincados caminos ha de atreverse alguien que quisiese saber de los demás. Juan Báez se hacía repetir una y otra vez muchos pasajes que pensaba imposibles. Ella se expresaba con las mismas palabras y reiteraciones, más por complacerlo que por encontrar respuestas o justificaciones. En cambio, lo que él dijera de sí, ella daba muestras de comprenderlo con la clarividencia del que lo sabe todo desde mil años antes. Para todo, una respuesta, y eso lo desconcertaba, lo llevaba a revivir entre esos brazos robustos, cariñosos, que acababan envolviéndolo para oír más verdades de su vida, y se dejaba llevar de nuevo hacia la cuna de amor incontenible, hasta que el sol en lo alto amenazaba derretirlo, entrando por todas las rendijas. Acababa Juan Báez preguntándose cómo era que La Mocangué había sufrido tanto; y él, también, sin haberlo pensado, ahora se daba cuenta de cuán profundamente se lleva el sufrimiento. Pasaba  por las casas de los amigos a ver qué le decían, y al encontrarlos como raros y distintos se enojaba, desconfiado de ellos, terminando por la tarde en la tienda de don Víctor, quien tuvo muchas veces que hacerlo llevar perdido de la borrachera a la casa de La Mocangué. Ella lo recibía como si nada ocurriera, lo cuidaba con caldos y aderezos, y cuando recuperaba fuerzas, le jugaba, le hacía monerías, lo atraía invitándolo a que disfrutara de eso que Juan Báez conocía, -al parecer, por primera vez-, pues se preguntaba: “¿Qué era lo que había yo hecho en la vida que ha pasado?” Pensar así le daba ánimos y lo hacía sentirse seguro, aunque el resto de los mortales pensara lo contrario y lo viera hacer tantas pendejadas juntas.

Porque, por encima de todo, ahora tenía unas ínfulas violentas que hasta en el mismo caminado se le notaban. Había acentuado sus vaivenes y su taconeo, daba pasos que parecían más cortos y más acelerados, como si tuviera cuerda, con los brazos doblados, en ele, hacia delante, y los puños cerrados, como quien inicia un baile suelo. Sus ropas, antes impecables, de lino blanco y su sombrero, dejaban ver algún descuido, con ser que La Mocangué se desvivía dando golpes de manduco todo el día a las manchas rebeldes que no se saben dónde cogían los fondillos. Porque Juan Báez había sido meticuloso, como nadie, en el vestir, era extraño verlo de tal modo. Aunque es de suponer que La Mocangué no entendiera de excesivos cuidados exteriores, él olvidaba en ocasiones ciertos detalles mínimos, muy suyos, que lo caracterizaban. En fin. Sería lo de menos si no significara un cambio radical en todo su comportamiento. Se vio que había abandonado de un tajo sus deberes de esposo y padre. Su mujer se llevó lo que pudo, que no era mucho, pues los muebles no valían gran cosa. Su principal negocio, las maderas, andaba todo en dineros adelantados en los aserraderos a intermediarios como “Guillo” que sólo Juan Báez conocía, pues eran negocios de palabra, que si bien hasta ese momento le habían dado manera de vivir holgadamente, tenían sus riesgos y dificultades. En realidad, no se podía negar que conocía el asunto. Pero además, habiendo sido siempre tan madrugador y diligente, ya no se levantaba en la mañana antes de que dieran las once. Iba al Concejo y no decía palabra, pues nada parecía interesarle gran cosa.

Un día se supo que una canoa llamada “La Orfelina”, que había naufragado en circunstancias extrañas y dudosas frente al Cerro del Águila, iba cargada con maderas que pertenecían a Juan Báez, embarcadas por “Guillo” arriba de “Las Bocas”. Conocido el incidente, Juan Báez, que hacía meses no se preocupaba mayormente por establecer con detenimiento el estado de sus negocios, se embarcó para el río en una chalupa veloz. En Riosucio, encontró a “Guillo” borracho y hubo de esperar a que estuviera medio lúcido para saber qué había pasado. Y era todo tan enredado que acabaron juntos borrachos otra vez, conscientes sólo de que ni al uno ni al otro le quedaba un peso.

Desde ese día los dos desaparecieron del Puerto. La Mocangué, que esperó infructuosamente el regreso de Juan Báez, no dejó saber de nadie su dolor. En realidad, había despertado siempre en las gentes del Puerto más recelo que cariño y la miraban con desdén o con inquieta curiosidad. Los niños huían a su paso. Los mayores, ya se sabe cómo establecen parámetros arbitrarios en cuanto a las relaciones que existen entre belleza y bondad. Ella siguió siendo lo que había sido y regresó a “Las Brisas” a ejercer su profesión. Lo que no supo en definitiva fue cómo hizo para que las gentes dejaran de verla, poco a poco. Porque si alguien preguntaba “¿Qué se hizo La Mocangué?” le respondían: “Por ahí debe de andar, aunque hace días nadie sabe nada de ella”.


Cuando Juan Báez reapareció con el tiempo, quiso ir a buscarla pero tuvo grandes vacilaciones. Así no hubiera recuperado su perdido matrimonio, consideró que de pronto si volvía con La Mocangué sería incapaz de reponerse de todo lo pasado. Y, aunque decía que lo hecho era lo hecho, y era capaz de repetirlo con pelos y señales si retrocedieran sus años, también pensaba con cierto pragmatismo desconocido en él, que es bueno explorar nuevos caminos. Le produjo, sí, encontrados sentimientos, un estupor del que casi no sale, el recibir una boleta que le trajo un día un niño risueño, de hermosa figura. La boleta decía: “Guárdalo y cuídalo, porque es tuyo. Nació de aquella vez que hicimos el amor” y firmaba “La Mocangué”.


Jofre Peláez Mejía, Luis Gonzáles y Rubén López

lunes, 20 de mayo de 2013

Todos ellos existen.


Sé que mis poemas hablan
de las cicatrices.
Sé que la única certeza que tengo
es una resoluta a no tener certezas.
No obstante, también sé,
que la luna se oculta cada cierto tiempo
de mi ventana,
y que a veces suelo estar menos triste
que el atardecer.

Esta ruina de individuo libre
me llevó a ser poeta.
Preso en la búsqueda sólita por la libertad,
y lejos tanto de dios como de las dádivas del purgatorio,
comprendí la importancia de buscar la esencia
de las cosas.
Pero nunca pude encontrar la esencia de mi propia vida:

La poesía habla de la forma.

Para entonces, la vida misma y sus retumbos
me hicieron poeta.
Uno de esos que ni siquiera sabe si quiere serlo,
porque algunas veces su ocio deja de ser complacencia
para desplomarlo a lo malsano de la necedad de las cicatrices
cifradas en palabras.

Nunca he pertenecido a estos tiempos.
Nunca perteneceré a estos tiempos.
¡Nunca sabré a qué tiempos he de haber pertenecido!

¡Y no me hablen de patria!
Que mi patria es el cuerpo de aquella fulana
cuyas noches no comparte
conmigo.

Quizá mi lugar en el mundo,
esté tan diluido como el horizonte
de los atardeceres tristes
que tanto me acongojan,
porque son mis espejos.

Los párpados se ciernen sobre los ojos
y las letras no se detienen porque saben que
si así lo hicieran,
no valdría la pena ni una parte de la noche,
ni una parte de la extraña extrañeza de extrañarte
y mucho menos,
un pedazo de esta tierra malsana donde no debí
jamás nunca
haber nacido. 
Soy un fugitivo de mi propia tierra,
y no hay lugar para el que escapa del tiempo.
No hay buhardilla ni acera que me regocije,
ni mucho menos un exilio divino,
porque a la divinidad ‘renuncié’ cuando decidí
que no había nada más divino
que el conocimiento…  ¡Vaya error!

El conocimiento resultó ser el excremento
con el que se alimentaban los ricos,
y no hay ninguna legión del Rey Midas
que pueda ahora defendernos de ellos.

Llega la soledad.
La soledad que es el vicio del poeta;
y el único destino de quien es consciente
de que nacer es un acto de preparación
hacia los cuchillos que nos destinan las dunas
de la vejez.

Pero si todo existe,
incluso la soledad, la tuya y la mía,
y si en vez de nada ha sido siempre el todo,
y si los gatos que cruzan de un andén a otro existen,
y las personas que cruzan de un andén a otro y miran a los gatos
que cruzan de un andén a otro a cada instante,
todos ellos existen,
¿Por qué no puede existir mi poema
que es el canto de mi lúgubre existencia?

Inferiré entonces que la amargura
no le es ajena al dinero,
y que nosotros, los mendigos,
tan sólo podemos aspirar la decepción
en vez de ira, y la desesperación
en vez del hecho.

Creo que de tanto soñar
se me perdió la realidad,
y la realidad misma se ha encargado de destrozar
todos mis sueños.

DBS.
11 de Mayo de 2012

lunes, 25 de marzo de 2013

Fernando Pessoa - Tabaquería

Creo que (siendo dos de la tarde con siete minutos y doce milésimas del día veinticinco del mes tercero del año trece del siglo veintiuno del segundo milenio después de la llegada de Cristo ¡De esta historia que no tiene signos de puntuación!), hoy no hay motivo alguno, ni natalicio ni defunción para recordar -exigencia imperante de la sociedad misma-, a uno de los mayores poetas que ha brotado de la historia, porque hasta la sangre que fluye en la vieja y la nueva Europa, se estanca ante la vicisitud, la pasión y la melancolía que despiertan las letras. Es probablemente, entonces, una sed inadvertida de nostalgia la que me llevó a despertarme con el recuerdo de Fernando Pessoa en la mente: letra tras letra del poema recorriendo el espiral de humo de mi cigarrillo, que se dirige al influjo sosegado del cielo.




Publicado bajo el heterónimo de Álvaro de Campos, el poema Tabaquería:

No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.

Ventanas de mi cuarto,
de mi cuarto de uno de los millones de gente que nadie sabe quién es
(y si supiesen quién es, ¿qué sabrían?),
dais al misterio de una calle constantemente cruzada por la gente,
a una calle inaccesible a todos los pensamientos,
real, imposiblemente real, evidente, desconocidamente evidente,
con el misterio de las cosas por lo bajo de las piedras y los seres,
con la muerte poniendo humedad en las paredes y cabellos blancos en los hombres,
con el Destino conduciendo el carro de todo por la carretera de nada.

Hoy estoy vencido, como si supiera la verdad.
Hoy estoy lúcido, como si estuviese a punto de morirme
y no tuviese otra fraternidad con las cosas
que una despedida, volviéndose esta casa y este lado de la calle
la fila de vagones de un tren, y una partida pintada
desde dentro de mi cabeza,
y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos a la ida.

Hoy me siento perplejo, como quien ha pensado y opinado y olvidado.
Hoy estoy dividido entre la lealtad que le debo
a la tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.

He fracasado en todo.
Como no me hice ningún propósito, quizá todo no fuese nada.
El aprendizaje que me impartieron,
me apeé por la ventana de las traseras de la casa.
Me fui al campo con grandes proyectos.
Pero sólo encontré allí hierbas y árboles,
y cuando había gente era igual que la otra.
Me aparto de la ventana, me siento en una silla. ¿En qué voy a pensar?
¿Qué sé yo del que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? Pero ¡pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que piensan ser lo mismo que no puede haber tantos!
¿Un genio? En este momento
cien mil cerebros se juzgan en sueños genios como yo,
y la historia no distinguirá, ¿quién sabe?, ni a uno,
ni habrá sino estiércol de tantas conquistas futuras.
No, no creo en mí.
¡En todos los manicomios hay locos perdidos con tantas convicciones!
Yo, que no tengo ninguna convicción, ¿soy más convincente o menos convincente?

No, ni en mí...
¿En cuántas buhardillas y no buhardillas del mundo
no hay en estos momentos genios-para-sí-mismos soñando?
¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas
-sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas-,
y quién sabe si realizables, no verán nunca la luz del sol verdadero
ni encontrarán quien les preste oídos?
El mundo es para quien nace para conquistarlo
y no para quien sueña que puede conquistarlo, aunque tenga razón.
He soñado más que lo que hizo Napoleón.
He estrechado contra el pecho hipotético más humanidades que Cristo,
he pensado en secreto filosofías que ningún Kant ha escrito.
Pero soy, y quizá lo sea siempre, el de la buhardilla,
aunque no viva en ella;
seré siempre el que no ha nacido para eso;
seré siempre el que tenía condiciones;
seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al pie de una pared sin puerta
y cantó la canción del Infinito en un gallinero,
y oyó la voz de Dios en un pozo tapado.
¿Creer en mí? No, ni en nada.
Derrámame la naturaleza sobre mi cabeza ardiente
su sol, su lluvia, el viento que tropieza en mi cabello,
y lo demás que venga si viene, o tiene que venir, o que no venga.
Esclavos cardíacos de las estrellas,
conquistamos el mundo entero antes de levantarnos de la cama;
pero nos despertamos y es opaco,
nos levantamos y es ajeno,
salimos de casa y es la tierra entera,
y el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.

(¡Come chocolatinas, pequeña,
come chocolatinas!
Mira que no hay más metafísica en el mundo que las chocolatinas,
mira que todas las religiones no enseñan más que la confitería.
¡Come, pequeña sucia, come!
¡Ojalá comiese yo chocolatinas con la misma verdad con que comes!
Pero yo pienso, y al quitarles la platilla, que es de papel de estaño,
lo tiro todo al suelo, lo mismo que he tirado la vida.)

Pero por lo menos queda de la amargura de lo que nunca seré
la caligrafía rápida de estos versos,
pórtico partido hacia lo Imposible.
Pero por lo menos me consagro a mí mismo un desprecio sin lágrimas,
noble, al menos, en el gesto amplio con que tiro
la ropa sucia que soy, sin un papel, para el transcurrir de las cosas,
y me quedo en casa sin camisa.

(Tú, que consuelas, que no existes y por eso consuelas,
o diosa griega, concebida como una estatua que estuviese viva,
o patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,
o princesa de trovadores, gentilísima y disimulada,
o marquesa del siglo dieciocho, descotada y lejana,
o meretriz célebre de los tiempos de nuestros padres,
o no sé qué moderno -no me imagino bien qué-,
todo esto, sea lo que sea, lo que seas, ¡si puede inspirar, que inspire!
Mi corazón es un cubo vaciado.
Como invocan espíritus los que invocan espíritus, me invoco
a mí mismo y no encuentro nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con absoluta claridad,
veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
veo a los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo a los perros que también existen,
y todo esto me pesa como una condena al destierro,
y todo esto es extranjero, como todo.)

He vivido, estudiado, amado, y hasta creído,
y hoy no hay un mendigo al que no envidie sólo por no ser yo.
Miro los andrajos de cada uno y las llagas y la mentira,
y pienso: puede que nunca hayas vivido, ni estudiado, ni amado ni creído
(porque es posible crear la realidad de todo eso sin hacer nada de eso);
puede que hayas existido tan sólo, como un lagarto al que cortan el rabo
y que es un rabo, más acá del lagarto, removidamente.

He hecho de mí lo que no sabía,
y lo que podía hacer de mí no lo he hecho.
El disfraz que me puse estaba equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme el antifaz,
lo tenía pegado a la cara.
Cuando me lo quité y me miré en el espejo,
ya había envejecido.
Estaba borracho, no sabía llevar el dominó que no me había quitado.
Tiré el antifaz y me dormí en el vestuario
como un perro tolerado por la gerencia
por ser inofensivo
y voy a escribir esta historia para demostrar que soy sublime.

Esencia musical de mis versos inútiles,
ojalá pudiera encontrarme como algo que hubiese hecho,
y no me quedase siempre enfrente de la tabaquería de enfrente,
pisoteando la conciencia de estar existiendo
como una alfombra en la que tropieza un borracho
o una estera que robaron los gitanos y no valía nada.

Pero el propietario de la tabaquería ha asomado por la puerta y se ha quedado a la puerta.
Le miro con incomodidad en la cabeza apenas vuelta,
y con la incomodidad del alma que está comprendiendo mal.
Morirá él y moriré yo.
Él dejará la muestra y yo dejaré versos.
En determinado momento morirá también la muestra, y los versos también.
Después de ese momento, morirá la calle donde estuvo la muestra,
y la lengua en que fueron escritos los versos,
morirá después el planeta girador en que sucedió todo esto.
En otros satélites de otros sistemas cualesquiera algo así como gente
continuará haciendo cosas semejantes a versos y viviendo debajo de cosas semejantes a muestras,
siempre una cosa enfrente de la otra,
siempre una cosa tan inútil como la otra,
siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
siempre el misterio del fondo tan verdadero como el sueño del misterio de la superficie,
siempre esto o siempre otra cosa o ni una cosa ni la otra.

Pero un hombre ha entrado en la tabaquería (¿a comprar tabaco?),
y la realidad plausible cae de repente encima de mí.
Me incorporo a medias con energía, convencido, humano,
y voy a tratar de escribir estos versos en los que digo lo contrario.
Enciendo un cigarrillo al pensar en escribirlos
y saboreo en el cigarrillo la liberación de todos los pensamientos.
Sigo al humo como a una ruta propia,
y disfruto, en un momento sensitivo y competente,
la liberación de todas las especulaciones
y la conciencia de que la metafísica es una consecuencia de encontrarse indispuesto.

Después me echo para atrás en la silla
y continúo fumando.
Mientras me lo conceda el destino seguiré fumando.
(Si me casase con la hija de mi lavandera
a lo mejor sería feliz.)
Visto lo cual, me levanto de la silla. Me voy a la ventana.

El hombre ha salido de la tabaquería (¿metiéndose el cambio en el bolsillo de los pantalones?).
Ah, le conozco: es el Esteves sin metafísica.
(El propietario de la tabaquería ha llegado a la puerta.)
Como por una inspiración divina, Esteves se ha vuelto y me ha visto.
Me ha dicho adiós con la mano, le he gritado ¡Adiós, Esteves! , y el Universo
se me reconstruye sin ideales ni esperanza, y el propietario de la tabaquería se ha sonreído.

sábado, 9 de marzo de 2013

En defensa del "gonorreo" de cigarrillos.


EN DEFENSA DEL "GONORREO"(1) DE CIGARRILLOS.


Cómo convertirse en un fumador de cigarrillos a expensas de alguien.


El gonorreo, creemos nosotros, tiene una mala reputación inmerecida.
Practicado con sutileza, puede llegar a convertirse en todo un arte. Si hacemos que sus objetivos sean verdaderamente honorables, éste puede convertirse en un arte sublime.
Y nosotros pensamos que no existe un fin más honorable que el auténtico placer caballeresco de hacerse un fumador de cigarrillos.
Como hay tantos tipos diferentes de cigarrillos, usted tal vez deba probar unos cuantos antes de que encuentre el que usted considere el mejor. (15 millones de fumadores de cigarrillo han encontrado el suyo. Entonces, usted también puede hacerlo).
Pero, ¿Quién dice que usted debe pagar por cada uno de los cigarrillos que pruebe? El cigarrillo de sus sueños puede encontrarse en el siguiente bolsillo que usted elija.
De todas formas, los fumadores son un grupo especialmente generoso. Simplemente dígales que usted está pensando en unirse a sus filas, e inmediatamente vendrán a ofrecerle uno gratis.

A continuación, listaremos algunas de las formas menos obvias de gonorreo creativo.

Hazte amigo de los chicos que pronto serán padres.
No rechace ninguna invitación a una boda, cena elegante, juegos de póquer, o Bar Mitzvahs.
Apoye cualquier ascenso de cargo de aquellos quienes no representan una amenaza para usted. Si el ascenso es lo suficientemente importante, los cigarrillos estarán presentes.

Sin embargo, permítanos hacer una aclaración. El gonorreo es justificable como práctica temporal, sólo hasta que usted encuentre el cigarrillo de su preferencia, el cigarrillo que usted se comprará.
En ese momento será su turno para iniciar a un nuevo consumidor de cigarrillo.
Usted se habrá graduado, ha dejado de ser un gorrión para ser un nuevo gonorreado.

Artículo publicado por la revista LIFE el 13 de octubre de 1967.
____________________________________________________________
(1) El Mooch (o gonorreo, en español), es un verbo transitivo, informal. Expresa el acto de conseguir gratis o a expensas de otros alguna cosa para nuestro beneficio o para tomar alguna ventaja.

Traducción por,
DBS.

viernes, 25 de enero de 2013

Una especie en vía de extinción.


¿La última obra en negro?



Un día, en Estrasburgo, tres jóvenes bien vestidos y con aire arrogante subieron la escalera empinada y sucia de una casa popular (1).
                Uno de ellos, Andreas Dritzehn, torció la nariz:
                -No parece persona acomodada nuestro alquimista.
                Los otros dos, Hans Riff y Andreas Heilmann, se dirigieron al petimetre con una mueca:
                -Si tuviese medios no estaría dispuesto a vendernos su fórmula.
                -Ya –contestó Dritzehn-, pero para mí alguien que fabrica oro con plomo no es una buena presentación.
                Los otros se encogieron de hombros.
                La puerta de la buhardilla estaba abierta. Entraron y se sentaron a esperar la llegada del gentilhombre Henne, cuyo carácter excéntrico conocían.
                -¿Hay alguien? –Preguntó Riff al rato, con voz arrogante. Nadie respondió.
                Heilmann se acercó a otra puerta más pequeña, que cerraba un cuarto casi oscuro. Espió a través de un agujero grande como una moneda.
                -Veo chispas y una incandescencia de oro naciente –murmuró deslumbrado a sus compañeros. Con los ojos desencajados dijo-: ¡Miren como brilla!
                En ese momento salió del tugurio Henne en persona. Era alto, con ojos magnéticos y una tupida barba que le caía ondulada sobre el pecho amplio, de guerrero. Nada en él dejaba imaginar al hombre de ciencia, al investigador paciente y nocturno, al alquimista pálido, que pasaba decenas de horas frente al crisol, para controlar, hacer y rehacer experimentos misteriosos. Los jóvenes lo observaron con una mezcla de interés y de temor.
                -Tenemos el contrato, maestro. Nos enseña la disciplina que domina y a cambio le pagaremos una cantidad mensual.
                -Así se había pactado –una sombra le cruzó los ojos negros, que se volvieron grises, glaciares.
                Tenía delante de él a la progenie de esa burguesía famélica que había expulsado de Maguncia al partido aristocrático. La burguesía que le había quitado todo: propiedad, título, patria. Pero el orgullo nadie podía arrebatárselo. Era su coraza invisible. Su piel invulnerable.
                -Tal vez lo ha vuelto a pensar-insinuó el joven viciado y ávido de dinero-. Vos, un gentilhombre, nos despreciáis a nosotros, los burgueses. Un caballero que hace de maestro para los capullos de sus enemigos. Vos, señor de Gensfleish –gritó el petimetre orgulloso de lanzarle como un insulto, el nombre de su casa -. Vos, enmangas de camisa, zuecos y delantal, como un villano cualquiera…
                Henne apretó los puños y, elevándose en toda su hercúlea estatura, se acercó con altitud calma pero amenazadora al joven Dritzehn.
                Éste se hizo a un lado, de pronto, como para evitar un mazazo.
                -Si el contrato no os gusta, al menos decidlo.
                El noble en decadencia observó a los jóvenes elegantes. “Tienen dientes afilados estos depredadores y son menos simpáticos que una serpiente.”
                Con un gesto imprevisto, Andreas, el figurín, rasgó el pergamino del contrato en cuatro partes.
                Henne se inmovilizó como un autómata sin vida.
                “Maldito su orgullo, maldita su pobreza, malditos sean los burgueses. Pero la historia no tenía que terminar así. Necesitaba demasiado ese dinero de preceptor. No sólo la artesa estaba vacía, sino que sus experimentos necesitaban nuevos instrumentos y materiales costosos. Había llegado demasiado cerca de la meta…, y no podía detenerse justo en ese momento…”.
                Se relajó. Sus ojos se volvieron opacos por el dolor y la ira reprimida. Las grandes manos se abandonaron sobre las caderas, desarmadas e inútiles como hojas otoñales.
                En ese momento, Henne estaba por aceptar una opción definitiva, irrevocable. Su cuerpo, después de la cruel proscripción del noble mundo del que procedía, se había hundido en el fango. Había probado la humillación de la lucha sin gloria por la existencia cotidiana. Ya no valían ni el escudo ni el nombre altisonante para procurarse sin esfuerzo las necesidades materiales y el respeto de los otros. Ya no era un caballero reverenciado.
                La miseria lo había obligado a reemplazar la espada por el martillo, el escoplo y el buril. Pero no le importaba. Sobre la fosa del sacrificio en la que el gentilhombre estaba muerto y sepultado se había forjado el artesano Gutenberg, que había construido en él mismo su nicho de libertad, impenetrable para el común de los mortales.
                En su madriguera creaba, soñaba, libraba una caballeresca batalla para toda la humanidad. Y todavía era dueño de él mismo.
                Pero, ese día de 1440, se derrumbó el último baluarte que lo defendía del mundo sórdido e interesado del dinero y de los burgueses ávidos.
                Dritzehn, agitando bajo sus ojos el contrato roto, le gritaba:
                -Queréis burlaros de nosotros, ¿no es cierto? Lo he comprendido, pero no me engañáis. ¿Cuál era vuestro compromiso?
                -He prometido enseñaros todas las artes que conozco –respondió con calma Gutenberg-. El vidrio, la orfebrería, la fusión de algunos metales.
                -¿Y qué nos decís del arte negro? Os he visto mientras hacíais brillar la llama hermética, allá adentro. –Indicó con aire astuto su laboratorio-. Conocéis el secreto de la transmutación. También ese debe ser nuestro…
                Henne-Gutenberg recuperó su natural buen humor.
                -Pero, señor, mi gran obra es lo contrario a lo que pensáis: es un arte celestial.
                -Llamadla como queráis, pero si el contrato se cumple debéis enseñarme también ése. No pensaréis, señor –dijo con sarcasmo mientras los compañeros asentían-, que estamos dispuestos a vaciar la bolsa sólo para aprender algunas nociones de carpintero.
                Gutenberg sacudió la cabeza leonina.
                Había legado al Rubicón. Ya no había más cabalgaduras para lanzar al galope ni enemigos para afrontar a campo abierto. Era mísero, estaba descalzo frente a jóvenes holgazanes a los que el oro y la ambición había vuelto despiadados.
                Para terminar y perfeccionar la obra a la que había dedicado años y años de trabajo, estudio, inteligencia y sacrificios debía revelar su secreto a mercaderes carentes de honor y de escrúpulos. Pero sin su dinero nunca perfeccionaría el invento más grande de su época, tal vez el de todas las épocas.
                Asintió, derrotado:
                -Yo transformo lo invisible en visible; el pensamiento en palabras. Os mostraré mi arte celestial y a cambio me daréis lo estipulado.
                Gutenberg tendió a los tres jóvenes burgueses una caja que contenía hileras de caracteres grabados en sentido contrario.
                -Éste es mi secreto: la imprenta que revolucionará todas las maneras de imprimirlas palabras escritas, de difundir mediante los libros el pensamiento divino y humano.
                -Pero esto también lo conozco yo –se burló Riff-. Es un grabado en madera y…
                Gutenberg no pudo contenerse. ¡Su imprenta comparada con una vulgar xilografía! Tomó la caja y la arrojó lejos.
                Los caracteres, que antes eran compactos y estaban derechos como soldados en filas cerradas, se dispersaron y rodaron por el suelo.
                A la débil luz, las letras que estaban grabadas en el metal lanzaron un extraño centelleo astral.
                Hasta los jóvenes jactanciosos e ignorantes comprendieron. Era la piedra filosofal, que transformaría el vil metal en oro. Que el extraordinario descubrimiento pudiese divulgar cultura, exportar pensamientos nuevos, unir o contraponer a los hombres poco les importaba.
                -Es más que oro – exclamaron en coro los jóvenes mercaderes en el templo de la creación.
Ese día, Gutenberg abandonó para siempre la coraza y se puso el delantal de obrero. Se había escrito la última página de su noble casa Henne-Gensfleish.
                En ese momento se necesitaba tener la fuerza de la humildad, para imprimir otras obras en las que no aparecería su verdadero nombre ni el ficticio. Un libro abierto y cerrado al infinito. Su descubrimiento sería de todos y de nadie.
                Pero la primera impresión, lo juró en su corazón, sería el libro que Dios había destinado a toda la humanidad: La Biblia.
Pasaron muchos años. Gutenberg se encontraba otra vez en Maguncia, en el estudio de Johann Fust (o Faust) junto a Peter Schoeffer, su yerno.
                Aunque no estaba en tierra extranjera era como si estuviese en el exilio.
                Había salido de noche de Estrasburgo, con su mujer, su asno y una carreta. Había cargado con prisa y furia algunos muebles con los instrumentos esenciales para su trabajo y un modelo a escala de la prensa, el aparato con tornillos con el cual el typographus puede imprimir en la página in-folio el texto compuesto por caracteres móviles.
                “¡Qué amargura! Abandonar todo a escondidas, como un ladrón.” Tal vez era blasfemo o loco, pero mientras los pasos del asno resonaban en el empedrado se sentía José en fuga, con su criatura con peligro de vida. “Mi invento, en el fondo, es también divino. Su misión no es caer en las manos de los infieles, sino dar a todos sus frutos maravillosos.”
                -¿Decís, maestro Gutenberg? –Fust, hombre agudo, fijó con determinación sus ojos brillantes en el inventor enigmático precozmente envejecido, de barba tupida y gris como la de un apóstol.
                -Nada, estaba distraído –Gutenberg esbozó una sonrisa.
                Se sentía cansado. En Estrasburgo había debido combatir sin armas contra la cuadrilla voraz de los Dritzehn. El dinero que le habían anticipado para terminar su prototipo se había volatilizado en los materiales experimentales. La primera prensa no se había completado. Todavía no se había impreso ni una página.
                Gutenberg, más pobre que de costumbre, había debido dejar en manos de esos usureros la máquina recién esbozada. “¡Jamás!” Su sangre guerrera se había revelado.
                Pero entonces, después de tantas fatigas, se encontraba en el mismo punto. O casi ¿Qué infausto  destino lo perseguía?
                Fust le había pedido la devolución de dos mil florines, una suma enorme.
                -Habéis impreso, maestro Gutenberg, sólo doce páginas de la Biblia en latín y ha costado cuatro mil florines. Si no me pagáis os llevaré a juicio. Un contrato es un contrato.
                -¿A juicio? –Gutenberg quedó aturdido. Su pensamiento corrió veloz hacia las hojas que tenía delante, calculó el tiempo y el dinero que todavía se necesitarían para terminar la obra, la primera-. Ha habido dificultades, concededme una prórroga.
                -He ayudado hasta que he podido –rebatió Fust-. Ahora quiero mi dinero o me daréis, a cambio, la imprenta y todo lo que contiene.
                -Podríais esperar al menos a que termine la obra, os pagaré con ella.
                -No –dijo resueltamente el hombre de negocios-, mis condiciones son irrenunciables.
                Después de expropiar, por un puñado de florines, la imprenta y los instrumentos que había inventado para mejorar su impresión, Fust y Schoeffer se pusieron a trabajar.

Era 1447.
                La tipografía sustraída a Gutenberg era la más equipada de Maguncia y tal vez de Europa. Gracias a su prensa, a los procedimientos de entintado y al tipo de fusión de los caracteres, la página impresa resultaba nítida, clara y de agradable lectura. Sólo décadas después el impresor del Véneto Aldo Manuzio, al inventar en 1501 los caracteres cursivos, podría editar libros menos costosos, de formato más reducido y con cuerpo más legible.
                En los primeros momentos, a empresa pareció desesperada, sobre todo para Schoeffer, que tenía una admiración ilimitada respecto a Gutenberg. “¡Sin él y su saber nunca hubiéramos estado en condiciones de imprimir!”
                Fust, enérgico, aplicó el látigo al género y a los obreros. “Al trabajo, al trabajo”, era lo que ordenaba, sostenido por una única fe: el dinero.
                Los obreros impresores, bien pagados, inclinaban la cabeza y juraban al nuevo patrón no revelar a nadie los procedimientos secretos que se utilizaban en el laboratorio, vigilado como un arsenal.

Más viejo y cansado que nunca, Gutenberg no logró disimular una sonrisa de orgullo. Impreso en pergamino tenía en sus manos el primer libro de la historia, realizado completamente con sus caracteres móviles: 156 páginas de los Salmos, con iniciales en azul y rojo. Un epígrafe explicaba que la obra “fue compuesta y, en nombre de Dios, diligentemente llevada a término, por Johan Fust de Maguncia y Peter Schoeffer de Gernshein, en el año del Señor 1451, la víspera de la Ascensión”.
                Los dos comerciantes habían ganado. Henne ya había muerto. También Gutenberg había desaparecido de todo atestado oficial. Su obra tenía dos padres. Era inútil agregar un tercero.
                El genial tipógrafo, como un soldado de fortuna sin fe ni ideales, servía a otro patrón. Era el doctor Humery, médico de Meguncia, que había financiado una nueva imprenta equipada con todas las innovaciones de Gutenberg.
                -¿Por qué no has reaccionado al atropello de Fust? –Le preguntó su mujer Annette, con lágrimas en los ojos-. ¿Por qué no protestas oficialmente ni aún hoy? Te han negado hasta el derecho de aparecer en los Salmos como legítimo iniciador de la imprenta.
                Gutenberg callaba. Tomó la pluma y el tintero y escribió un pos-Facio para el que esperaba terminar en la imprenta pagada por el mecenas Humery. Se llamaría Katholikon y sería un diccionario “que nada tendrá que ver con Dios, la Iglesia ni el Papa”.
                “Escribió con la ayuda de la pluma, peor imprimo gracias al admirable acuerdo y a la exacta medida de los punzones y de las formas”, anotó el tipógrafo.
                Luego tuvo una duda: ¿firmar o no la inscripción?
                Abandonó la pluma. Se sintió un sin nombre, un proscrito de por vida. ¿Qué importancia tenía firmar este libro, el único que lograría terminar con el dinero de los otros? Su invento continuaría siendo anónimo o estaría marcado como una meretriz por cualquier comerciante sin escrúpulos.

Segunda mitad del siglo XV.
                Maguncia estaba otra vez sacudida. Armas y fuego, facciones y estandartes combatían y se destrozaban con furia.
                En 1452, el castillo más poderoso del Rin, convertido por edito imperial en ciudad episcopal en la que el obispo y el príncipe estaban unificados en una sola tiara, ardió en una guerra fratricida.
                El obispo Diether, a quien el Papa y el Emperador habían despojado de toda autoridad, se negó con desdén, en nombre de la fe y de sus electores, a ceder el poder al nuevo electo, el príncipe de Nassau. El obispo desautorizado luchó contra el sucesor. Parte de la ciudad empuñó las armas junto a él, pero la resistencia fue inútil. El príncipe de Nassau, fortalecido por los privilegios y la investidura, saqueó Maguncia y de esta manera se vengó con ferocidad de sus opositores y enemigos.
                Fue un baño de sangre, una matanza en nombre de la Cruz.

Gutenberg sacudió tristemente la cabeza canosa, mientras le contaba a Bechtermunz, un joven pariente de Elsfeld, sus últimas desventuras. Había huido otra vez de Maguncia, pero por suerte había logrado salvar la imprenta financiada por Humery.
                -Ahora quisiera que quitases la tipografía, y entregases la obra al doctor que anticipó el dinero.
                El primo dudaba, a pesar del respeto por el anciano maestro.
                -todavía hay disturbios en la ciudad; los partidarios del obispo anterior buscan venganza.
                -No te preocupes, hijo –Gutenberg le estrechó paternalmente la mano-. Soy un protegido del príncipe de Nassau.
                -¿Vos?
                -Sí, ironías de la vida. Tengo el honor de estar en su corte, lo que me da derecho a un traje nuevo todos los años, a veinte medias de cebada y dos botas de vino.
                -¡Entonces vuestro arte ha sido por fin reconocido!
                -Oh, mi arte. Tal vez era una obra negra –sonrió tristemente Gutenberg-. Piensa, hijo, que Schoeffer, con mis caracteres, en mi tipografía expropiada con abuso, imprimió un libelo en favor de Diether que cuestiona con dureza al nuevo obispo elector. Como ves, mi invento se ha vuelto contra mí.
                Bachtermunz estaba confundido.
                -Pero, entonces, ¿cómo podéis estar en la corte de Nassau?
                -Oh, no hay problema. El obispo me conoce sólo como soldado. He dejado de lado el delantal y he retomado la espada y la coraza, para defender su causa en el asalto a Maguncia. Ves: el viejo noble Henne ha salvado al desconocido artesano Gutenberg de un triste destino. La vejez se acerca a pasos agigantados y para mí hubiera sido un invierno sin recursos. Así al menos podré calentar mis viejos huesos antes de que los metan en la tumba.
                -¿Y la imprenta?
                Gutenberg hizo un gesto vago.
                Bechtermunz le tendió la mano. Se despidieron. Jamás volvieron a verse.

Narra la leyenda que, en el camino de regreso hacia el centro convulsionado de Maguncia, Gutenberg se encontró con un grupo de ex obreros  y aprendices imprenteros.
                Esos hombres simples y llenos de admiración hacia él lo rodearon con saludos reverentes.
                -¿Dónde vais, hijos? –preguntó el inventor sin nombre.
                -A cualquier parte donde haya un lugar y papel, para imprimir y difundir vuestro admirable descubrimiento. Dadnos la bendición y liberadnos del secreto, maestro.
                -Así sea.
                Los discípulos eran doce, como los doce apóstoles.

La muerte llegó pocos años después, en 1467. Llamó a la puerta de la casucha de Gutenberg, que abrió sin tardanza. Viudo, en la miseria y sin hijos, Henne-Gutenberg esperaba el reposo eterno y una audiencia divina. Sólo un pariente, consejero municipal de Gelthuss, lo recordó. Hizo sepultar los pobres restos del inventor errante en la iglesia de San Francisco de Maguncia, y puso una lápida: “Al inventor benemérito de todas las naciones y lenguas, del arte de la imprenta, Johann Gensfleish”. Parecía que la justicia, aunque póstuma, por fin había visitado y coronado al gran inventor. Pero la iglesia fue destruida y la lápida, despedazada.
                En 1643, después de la conquista de Maguncia por parte de los franceses, un pequeño monumento que los maguntinos habían construido en memoria del ilustre ciudadano también se destruyó.
                Ya fuese celestial o infernal, la creación de Gutenberg estuvo perseguida por la desventura. El destino no quería revelar la identidad del genio sin nombre, que había sustraído al clero y a los poderosos el monopolio de la escritura y del conocimiento. Todavía en 1823, Koning, canciller del tribunal de Ámsterdam, inauguró un monumento a un tal Laurenz de Coster, sacristán holandés, considerado inventor de la imprenta.
                Sólo en 1837 se le hizo justicia a Gutenberg, con la inauguración en Maguncia de un monumento a su memoria, obra de Thorvaldsen.


Ermano Gallo.

Nuevos tiempos.


Manizales, 25 de enero de 2013.

Sé que los tiempos cambian. Nací en una época donde lo permanente y lo constante son antónimos de salubridad, y donde los productos light, el café sin cafeína, el dulce sin azúcar, la manteca sin colesterol y la cerveza sin alcohol promueven un nuevo prototipo de hombre: uno dietético, con felicidad también dietética. La cultura dominante se inventa y nos imputa necesidades como un anzuelo al consumo. Se nos ha impuesto un nuevo modelo de perfección inalcanzable, la chica perfecta y el hombre perfecto, ambos sobresaturados de vacío; y no precisamente del vacío que llevó a la producción de grandes obras renacentistas fruto de los estudios de los desafortunados exploradores de mundos paralelos, como el siempre perseguido Galileo Galilei. No, me refiero a un vacío inocuo, en el que el mass media avasalla nuestra capacidad de juicio y raciocinio, y se olvidó del genio para imponer al técnico y al estadista. El caos es, ahora, sinónimo de estabilidad del sistema.

Fui también testigo, víctima y victimario de un nuevo cambio: el desplazo paulatino (¿o exponencial?) del libro impreso por el e-book. Si bien no he sido un ferviente lector digital, admito que algunas veces he debido recurrir a leer algunas obras en la mini-pantalla, libros a los que mis fondos económicos no alcanzan con facilidad. Bien lo dijo Eduardo Galeano en El libro de los abrazos (La televisión /3) que “A los libros, ya no es necesario que los prohíba la policía: los prohíbe el precio” (2). No tengo mayor discrepancia contra los libros electrónicos, ni mucho menos contra la tecnología, de la que he disfrutado desde chico; pero en cuestiones de lectura, me quedo con el clásico papel impreso y empastado, no sólo porque los libros en digital incomodan rápidamente a mis ojos, sino porque me encanta el olor de estos, sentir la hoja en mis dedos mientras paso de página, y, además, me es más fácil encontrarlos en mi biblioteca, por desordenada que pueda estar –como regularmente permanece en su perfecto desorden-. Pero, reivindicando el argot popular, entre gustos no hay disgustos.

El problema que realmente se me hace preocupante, son las estadísticas que publicó la Cámara Colombiana del Libro, en su informe anual, titulado “Estadísticas del libro en Colombia – año 2010” (3). El estudio, que incluye 129 empresas editoriales y 94 importadoras, dio como conclusión datos desgarradores para todos aquellos que apreciamos el valor cultural, social, ético, estético que tiene y que ha tenido los libros a lo largo de la historia de la humanidad desde su creación. Los colombianos leen en promedio 1,2 libros al año, y el 67% de los colombianos no lee libros por falta de gusto hacia la lectura; el 31% de los habitantes de la capital no lee libro alguno, mientras que en Chile se leen 5,3 libros al año, en Argentina 4,6 y en Perú 3.

No creo que, al menos en lo pronto, puedan extinguirse los libros impresos. Lo que se está extinguiendo en Colombia es otra cosa: los lectores. Ésta falencia está ligada a la falta de educación lectora que todos aquellos que pasamos por los colegios y escuelas, públicas o privadas, hemos presenciado. La “Revolución Educativa” que implementa actualmente el Ministerio de Educación Nacional (MEN), si bien ayuda en cuestión cuantitativa, en el ámbito cualitativo es cada vez más deplorable. En la academia, las horas de enseñanza de las Ciencias Humanas en general se han visto reducidas, y a la par, se aumentan las clases que enfatizan en el emprendimiento empresarial; es por eso que cada vez vemos más y más personas víctimas de los ultrajes laborales y desconocedores de sus propios derechos cívicos y profesionales.

Apunta en su artículo El futuro del libro (4) el escritor Gustavo Páez Escobar que, según los especialistas, la venta de libros electrónicos superará en tres años a los libros impresos. No dudo de ello; la competencia entre el libro impreso y el libro digital no es solo cuestión de gustos o de editoriales, ya que conlleva otras contraindicaciones; pero la necesidad objetivamente relevante es hacer que las personas se aventuren a leer, sea en e-book o en el clásico libro impreso. El internet y la televisión divierten, sí, pero un buen libro, además de desarrollar nuestra capacidad sensitiva e imaginativa, forja también la capacidad de pensamiento y critica. El libro en papel no desaparecerá por lo pronto, y el vaticinio de Bradbury en el que los libros son incinerados para que las poblaciones humanas sean más felices (e inherentemente ignorantes, por ello de que la ignorancia genera ciertos niveles de felicidad), se está cumpliendo, pero de diferente forma. Las tecnologías de la información y la telecomunicación están reemplazando y sesgando el placer de tener un libro en nuestras manos. 

Se hace necesario que desde la familia, los planes y proyectos estatales y gubernamentales y el Alma Mater, se promuevan planes de lectura que acojan una mayor cantidad de lectores. Subir a dos o tres la cantidad de libros leídos por los colombianos actualmente. Estoy harto de escuchar frases sueltas sobre todos aquellos que invertimos nuestro tiempo leyendo, locuciones de personas que aseveran que encerrarse una cálida tarde de sol o una bella tarde de lluvia en una biblioteca, en la habitación o sentarse bajo la sombra de un árbol en un parque a leer no es una manera de descansar o de relajarse. Por el contrario, es una de las maneras más extraordinarias de escaparse por un rato de un mundo en decadencia que ofrece efímera felicidad a cambio de nuestra privacidad y nuestro conocimiento, y al igual, es una manera de sentarse a reflexionar sobre el mismo.

 Cada vez los lectores somos menos, pero ello no impedirá que sigan existiendo los libros.


Daniel Ballesteros Sánchez.

Notas:

(1) Tomado libremente de: E. Gallo, Geni incompresi. Robin Book, 2004. P. 56-63 y F. Lorenz, Creatori del mondo meccanico. Milán, 1942.
(2) E. Galeano. El libro de los abrazos. Ediciones La cueva. P. 115.
(3) El informe completo se puede encontrar en el siguiente enlace: http://licitaciones.camlibro.com.co/boletin/Estadisticas%202010/Estadisticas%202010.pdf
(4) El artículo completo se puede encontrar en el siguiente enlace:
http://www.revistamefisto.com/articulos-y-notas-destacadas-20-01-2013.html