sábado, 3 de octubre de 2015
martes, 14 de abril de 2015
El esclavismo y la música.
El cineasta británico Steve McQueen afirmó cuando recibió el
premio de la Academia de Hollywood por su película “12 años de esclavitud” que,
según la OIT (Organización Internacional del Trabajo) y la ONU (Organización de
las Naciones Unidas) aún existen 21 millones de esclavos en el globo. Muchos
otros, dicen, que la esclavitud pasó a tener jornadas laborales de 8 horas
donde el esclavista se quitó la carga de tener que alimentar y dar techo a sus
esclavos; es decir, que todos los que están en el sector laboral, o
preparándonos para este, son o seremos esclavos de los salarios. La
expresión “vivió como esclavo” acarrea una contradicción tautológica
irreconciliable: no se puede considerar como enteramente vivo aquel que
arrastra las cadenas, suntuosas o no, de la esclavitud. No obstante, la
esclavitud posee, como cualquier forma de estar despojado de sí, grados de
libertad que se alcanzan y se pierden a través de la lucha. El esclavo, por
ejemplo, alcanza grados de emancipación a través de su propio trabajo que lo oprime,
cuando en las algodoneras estadounidenses bajo el sol fehaciente inventaba
cánticos de libertad como el blues, que es una exaltación del espíritu en
búsqueda de poseerse a sí mismo y luchar contra sus propias condiciones de
existencia a través del canto. El blues le daba a los esclavos dignidad: el
canto le permitía saberse vivo y comprenderse como parte de una comunidad
cuando estos aullidos de dolor se compartían y se enriquecían por la genialidad
musical de los otros esclavos negros que alimentaban con sus voces una nueva
construcción social a través del lenguaje musical. La vida llega al hombre o a
la mujer a través de los gritos, que nos recuerdan que el recién nacido se
encuentra vivo cuando entre berridos y alaridos canta su existencia. El grito
es nuestra primera forma de comunicarle al mundo que estamos vivos, aunque este
grito sea producido por un palmetazo. Es el “song to myself” de Walt Whitman en
una naciente Nueva York, pero también el canto de los primeros artistas
grabados por “Perfect Race Records”.
El esclavo hace del objeto que lo ata (el blackberry o
el grillete, por ejemplo) su instrumento para acompañar su propio canto. Forja
una relación con ese objeto que constantemente le recuerda que no se pertenece;
a través de las cadenas, las palmas de sus manos, las voces rasgadas por el
tabaco (que contrario a los fascistas de la salud considero que sí brinda
beneficios al darnos un paréntesis en la cotidianidad) y el sentido de la
musicalidad, crearon un nuevo género musical atravesado por la melancolía para sentirse
vivos. Toda nuestra música, con sus raíces negras, tiene un dolor en el alma;
pero tiene alma, y el esclavo aprehende su relación con el objeto que le ha
sido impuesto y lo hace suyo; lo reconoce como impropio, pero lo vuelve su
herramienta, como una extensión de su cántico, para llevar su grito a otros
oídos en busca de esperanza. El azadón y las cadenas dejan de ser objetos que
esclavizan, en algunos momentos, para convertirse en instrumentos musicales de
un cántico de resistencia.
En Colombia sucedió algo similar: en contra de
esta aprehensión del esclavo con los otros esclavos y con los objetos que los
esclavizan; en contra del esclavo que deja de ser esclavo para sentirse vivo, las
oligarquías, en defensa de sus intereses, tenían dos vías: o intentar
exterminar el cántico de emancipación, prohibiéndolo o marginándolo, o rescatar
su valor musical al hacerlo suyo. Por eficacia, le quitaron al campesino sus
propios versos y lo devolvieron a la inhumanidad, cambiándole su creación artística
por otros objetos de entretenimiento. Las altas clases colombianas arrancaron
al campesinado los bambucos, los pasillos, el porro sabanero e inclusive el
vallenato, hecho de guacharacas y acordeones, y les entregaron cantos de otras
latitudes en sus peores expresiones.
Nos arrebataron los bambucos en los que se expresaban
el dolor de los campos entre tertulias de requintos, guitarras marcantes y
tiples; les quitaron a las canciones las letras y los volvieron música
sinfónica; crearon estaciones de radio en los que el bambuco terminó siendo
música de fondo para los restaurantes de élite. Luego, le llevaron al
campesinado las peores formas del rocanrol gringo, reguetón boricua y el
vallenato que canta al paramilitarismo y a las masacres de la costa atlántica y
pacífica. Le quitaron al esclavo su más alta creación, la máxima expresión de
una conciencia de clase que se iba entrelazando por el reconocimiento y los
lazos de solidaridad, y les dejaron los corridos mexicanos donde el máximo
sueño que puede alcanzar un hombre es ser un narcotraficante. También pasó en
México: les cambiaron las melodías de Jose Alfredo Jiménez (¡Chíngale mi Jose
Alfredo!, gritaba un amigo mío cada que lo escuchaba), las letras de Pedro
Infante y el corazón que entregaba en la garganta Cuco Sánchez, por unos
ensambles musicales de percusión que le hacen apologías a quienes día a día
desangran ese bello país por el que aún brota la sangre de Zapata. Le quitan al
esclavo su grito de libertad y, a cambio, le forjan una nueva perspectiva de
riqueza a través de la música (y los libros, y las narco-novelas, y los
periódicos…) en la que es necesario taquear de drogas las calles para seguir
siendo un esclavo de cadenas, pero de oro.
En los campos de américa continental, tanto las vidas
como el corazón de la caña, los cortan por el placer de cortarlas.
The cold in the somme por Francois Flameng
Daniel Ballesteros
Sánchez
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