martes, 14 de abril de 2015

El esclavismo y la música.

El cineasta británico Steve McQueen afirmó cuando recibió el premio de la Academia de Hollywood por su película “12 años de esclavitud” que, según la OIT (Organización Internacional del Trabajo) y la ONU (Organización de las Naciones Unidas) aún existen 21 millones de esclavos en el globo. Muchos otros, dicen, que la esclavitud pasó a tener jornadas laborales de 8 horas donde el esclavista se quitó la carga de tener que alimentar y dar techo a sus esclavos; es decir, que todos los que están en el sector laboral, o preparándonos para este, son o seremos esclavos de los salarios. La expresión “vivió como esclavo” acarrea una contradicción tautológica irreconciliable: no se puede considerar como enteramente vivo aquel que arrastra las cadenas, suntuosas o no, de la esclavitud. No obstante, la esclavitud posee, como cualquier forma de estar despojado de sí, grados de libertad que se alcanzan y se pierden a través de la lucha. El esclavo, por ejemplo, alcanza grados de emancipación a través de su propio trabajo que lo oprime, cuando en las algodoneras estadounidenses bajo el sol fehaciente inventaba cánticos de libertad como el blues, que es una exaltación del espíritu en búsqueda de poseerse a sí mismo y luchar contra sus propias condiciones de existencia a través del canto. El blues le daba a los esclavos dignidad: el canto le permitía saberse vivo y comprenderse como parte de una comunidad cuando estos aullidos de dolor se compartían y se enriquecían por la genialidad musical de los otros esclavos negros que alimentaban con sus voces una nueva construcción social a través del lenguaje musical. La vida llega al hombre o a la mujer a través de los gritos, que nos recuerdan que el recién nacido se encuentra vivo cuando entre berridos y alaridos canta su existencia. El grito es nuestra primera forma de comunicarle al mundo que estamos vivos, aunque este grito sea producido por un palmetazo. Es el “song to myself” de Walt Whitman en una naciente Nueva York, pero también el canto de los primeros artistas grabados por “Perfect Race Records”. 

El esclavo hace del objeto que lo ata (el blackberry o el grillete, por ejemplo) su instrumento para acompañar su propio canto. Forja una relación con ese objeto que constantemente le recuerda que no se pertenece; a través de las cadenas, las palmas de sus manos, las voces rasgadas por el tabaco (que contrario a los fascistas de la salud considero que sí brinda beneficios al darnos un paréntesis en la cotidianidad) y el sentido de la musicalidad, crearon un nuevo género musical atravesado por la melancolía para sentirse vivos. Toda nuestra música, con sus raíces negras, tiene un dolor en el alma; pero tiene alma, y el esclavo aprehende su relación con el objeto que le ha sido impuesto y lo hace suyo; lo reconoce como impropio, pero lo vuelve su herramienta, como una extensión de su cántico, para llevar su grito a otros oídos en busca de esperanza. El azadón y las cadenas dejan de ser objetos que esclavizan, en algunos momentos, para convertirse en instrumentos musicales de un cántico de resistencia.

También recuerdo que muchos judíos, en la Alemania nazi, se salvaron por saber tocar un instrumento para aquellos hombres que mataban centenares en las mañanas y escuchaban música de cámara interpretando a Chopin en las noches, o leían a Goethe antes de acostarse a dormir para, al otro día, levantarse a continuar con su burocrática labor de desaparecer toda una raza de seres humanos a los que temían por su superioridad intelectual.

En Colombia sucedió algo similar: en contra de esta aprehensión del esclavo con los otros esclavos y con los objetos que los esclavizan; en contra del esclavo que deja de ser esclavo para sentirse vivo, las oligarquías, en defensa de sus intereses, tenían dos vías: o intentar exterminar el cántico de emancipación, prohibiéndolo o marginándolo, o rescatar su valor musical al hacerlo suyo. Por eficacia, le quitaron al campesino sus propios versos y lo devolvieron a la inhumanidad, cambiándole su creación artística por otros objetos de entretenimiento. Las altas clases colombianas arrancaron al campesinado los bambucos, los pasillos, el porro sabanero e inclusive el vallenato, hecho de guacharacas y acordeones, y les entregaron cantos de otras latitudes en sus peores expresiones.

Nos arrebataron los bambucos en los que se expresaban el dolor de los campos entre tertulias de requintos, guitarras marcantes y tiples; les quitaron a las canciones las letras y los volvieron música sinfónica; crearon estaciones de radio en los que el bambuco terminó siendo música de fondo para los restaurantes de élite. Luego, le llevaron al campesinado las peores formas del rocanrol gringo, reguetón boricua y el vallenato que canta al paramilitarismo y a las masacres de la costa atlántica y pacífica. Le quitaron al esclavo su más alta creación, la máxima expresión de una conciencia de clase que se iba entrelazando por el reconocimiento y los lazos de solidaridad, y les dejaron los corridos mexicanos donde el máximo sueño que puede alcanzar un hombre es ser un narcotraficante. También pasó en México: les cambiaron las melodías de Jose Alfredo Jiménez (¡Chíngale mi Jose Alfredo!, gritaba un amigo mío cada que lo escuchaba), las letras de Pedro Infante y el corazón que entregaba en la garganta Cuco Sánchez, por unos ensambles musicales de percusión que le hacen apologías a quienes día a día desangran ese bello país por el que aún brota la sangre de Zapata. Le quitan al esclavo su grito de libertad y, a cambio, le forjan una nueva perspectiva de riqueza a través de la música (y los libros, y las narco-novelas, y los periódicos…) en la que es necesario taquear de drogas las calles para seguir siendo un esclavo de cadenas, pero de oro.

En los campos de américa continental, tanto las vidas como el corazón de la caña, los cortan por el placer de cortarlas.
The cold in the somme por Francois Flameng


Daniel Ballesteros Sánchez