Recuerdo
aquel día como si hubiese sido un ayer inolvidable. No como tantos ayeres
olvidados que vagan por mi memoria. No. Un ayer
inolvidable, untado de sangre, de dolor, de pasión por una camiseta.
Era un domingo acompañado de un bello atardecer como los que suelen acontecer
en esta ciudad psicópata. Recuerdo que iba con mi padre por el sector del
Cable, en la avenida Santander. La fiebre en la ciudad estaba a más de 40º de pasión,
viviendo entre el frenesí del deporte, locos, dementes, arrebatados.
Nos
detuvimos a tomarnos un café en La
Suiza, y contemplé detalladamente cada pormenor en los rostros de las
personas; algunos se tornaban felices, dichosos, sonrientes. Algunos no tenían
estado anímico, eran fantasmas, deambulaban la calle sin rumbo. Algunos se
dirigían ansiosos al estadio. Algunos se encontraban grises, desesperados, sin
dinero y con locas ansias de entrar al partido; eran estos los que me
preocupaban, los que me llamaban la atención.
Me
concentré en dos chicos, quizá un poco más jóvenes que yo,
adolescentes que les arde la sangre bajo la camiseta, con la desventurada
ambición de conseguir dinero para entrar al partido. Sus rostros eran grises, y
sus camisetas blancas; ¡tanto contraste!
Una bella joven
caminaba con -supongo- su abuela. Comenzaba a subir el camino
pavimentado hacia Juan Valdez cuando sonó su celular. Inmediatamente,
aquellos jóvenes corrieron a agarrarlo de aquellas manos ajenas. La
resistencia de la chica fue la misma que la de un falso valiente con
un revolver apuntándole la sien, totalmente nula.
Los jóvenes corrieron barrio abajo. Casualmente, a menos de
treinta metros quedaba un CAI de la policía. La chica corrió hacia este sitio y
salió con cara de haber recibido una respuesta inherente, latente, cómica
y común en este país: "No podemos hacer nada, ponga un denuncio".
Proseguimos
a devolvernos para nuestra casa, la situación no era atenuante ni agradable.
Nos acercábamos al
paradero cuando nos vimos envueltos en medio de dos bandos, uno verde y uno
blanco. Corrimos inmediatamente a una cafetería cuyo logotipo es un chimpancé
comiendo empanadas. Y vimos de manera cruel como se enfrentaban cerca de
cuarenta muchachos, a diestra y siniestra, por un color, por una camisa, por un
deporte, por una pasión, por un fuego que les quemaba el interior y los
consumía. Vi como luchaban por unos jugadores que ni saben de su existencia, y
mientras ellos se mataban en las calles y terminaban en los hospitales o en las
casas funerarias, estos terminarían en algún bar o alguna casa
bebiendo por su triunfo o su derrota y viendo por televisión cuantos se asesinaron
por la violencia de su juego. Vi como un adolescente de verde apuñalaba el
abdomen de otro joven, de su misma edad, vestido de blanco. Vi cómo se manchó
su camisa de tono rojo, vi como caía al piso, y observé su expresión de dolor
en el rostro. Observé su madre llorando en una tumba, su novia inconsolable.
Sus parceros de barra pensando en
venganza. Su asesino escapando. Vi impunidad en el rostro de todos. Vi cómo
llegaron diez o veinte agentes del ESMAD con sus granadas de humo.
Entonces
entendí que ser miembro de las mal llamadas barras bravas, es como ser miembro
de un ejército. No se sabe a quien se sirve. Sólo se vive de la
pasión, con sangre fría, esperando matar a alguien o ser matado. Complejo, pero
simple... simplemente: ignorancia colectiva. Simplemente terrible.
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