lunes, 28 de marzo de 2011

Relatos de una realidad distorsionada 3 Camisetas blancas en tonos rojos.

Recuerdo aquel día como si hubiese sido un ayer inolvidable. No como tantos ayeres olvidados que vagan por mi memoria. No. Un ayer inolvidable, untado de sangre, de dolor, de pasión por una camiseta. Era un domingo acompañado de un bello atardecer como los que suelen acontecer en esta ciudad psicópata. Recuerdo que iba con mi padre por el sector del Cable, en la avenida Santander. La fiebre en la ciudad estaba a más de 40º de pasión, viviendo entre el frenesí del deporte, locos, dementes, arrebatados.

Nos detuvimos a tomarnos un café en La Suiza, y contemplé detalladamente cada pormenor en los rostros de las personas; algunos se tornaban felices, dichosos, sonrientes. Algunos no tenían estado anímico, eran fantasmas, deambulaban la calle sin rumbo. Algunos se dirigían ansiosos al estadio. Algunos se encontraban grises, desesperados, sin dinero y con locas ansias de entrar al partido; eran estos los que me preocupaban, los que me llamaban la atención.

Me concentré en dos chicos, quizá un poco más jóvenes que yo, adolescentes que les arde la sangre bajo la camiseta, con la desventurada ambición de conseguir dinero para entrar al partido. Sus rostros eran grises, y sus camisetas blancas; ¡tanto contraste!

Una bella joven caminaba con -supongo- su abuela. Comenzaba a subir el camino pavimentado hacia Juan Valdez cuando sonó su celular. Inmediatamente, aquellos jóvenes corrieron a agarrarlo de aquellas manos ajenas. La resistencia de la chica fue la misma que la de un falso valiente con un revolver apuntándole la sien, totalmente nula. Los jóvenes corrieron barrio abajo. Casualmente, a menos de treinta metros quedaba un CAI de la policía. La chica corrió hacia este sitio y salió con cara de haber recibido una respuesta inherente, latente, cómica y común en este país: "No podemos hacer nada, ponga un denuncio".

Proseguimos a devolvernos para nuestra casa, la situación no era atenuante ni agradable.

Nos acercábamos al paradero cuando nos vimos envueltos en medio de dos bandos, uno verde y uno blanco. Corrimos inmediatamente a una cafetería cuyo logotipo es un chimpancé comiendo empanadas. Y vimos de manera cruel como se enfrentaban cerca de cuarenta muchachos, a diestra y siniestra, por un color, por una camisa, por un deporte, por una pasión, por un fuego que les quemaba el interior y los consumía. Vi como luchaban por unos jugadores que ni saben de su existencia, y mientras ellos se mataban en las calles y terminaban en los hospitales o en las casas funerarias, estos terminarían en algún bar o alguna casa bebiendo por su triunfo o su derrota y viendo por televisión cuantos se asesinaron por la violencia de su juego. Vi como un adolescente de verde apuñalaba el abdomen de otro joven, de su misma edad, vestido de blanco. Vi cómo se manchó su camisa de tono rojo, vi como caía al piso, y observé su expresión de dolor en el rostro. Observé su madre llorando en una tumba, su novia inconsolable. Sus parceros de barra pensando en venganza. Su asesino escapando. Vi impunidad en el rostro de todos. Vi cómo llegaron diez o veinte agentes del ESMAD con sus granadas de humo.

Entonces entendí que ser miembro de las mal llamadas barras bravas, es como ser miembro de un ejército. No se sabe a quien se sirve. Sólo se vive de la pasión, con sangre fría, esperando matar a alguien o ser matado. Complejo, pero simple... simplemente: ignorancia colectiva. Simplemente terrible.

martes, 15 de marzo de 2011

De verbos, estrellas y adjetivos.

Porque soy capaz de alterar verbos
adjetivarlos
en tu presencia.

Porque pluralizo el sol,
la luna,
y las estrellas
para que nunca desaparezcan.

Porque esta hiel que es tan nuestra
no hay noche que la extinga;
porque te sueño
tal y como tú me sueñas
porque te vivo
te respiro
te deseo entre mis brazos
diciendo esas cinco letras
que tanto me gustan,

Muéreme,
y muérete conmigo.

viernes, 11 de marzo de 2011

La dictadura de la naturaleza


Después de ver los acontecimientos en Japón, una de las potencias mundiales en tecnología (contrario a lo que dice el colombo/japones Yokoi Kenji Diaz) me quedé frente a ese televisor sencillamente atónito. Ahora todo el mundo tiembla ante un posible Tsunami, tal y como el Katrina arrasó en EE.UU hace algunos años con toda la Costa del Golfo. Y me puse a pensar (más allá de la alineación de planetas/energías que pueda suceder en el 2012, o de el proyecto HAARP que me atemoriza), en las causas y consecuencias del modo de actuar de la naturaleza en las últimas décadas, donde por la intransigencia, inconsciencia, avaricia y otros cuantos categóricos que mueven al hombre contemporáneo por la destrucción del planeta, nos vemos cada vez más acorralados por la fuerza infinita del cosmos en su búsqueda de equilibrio armónico, ese constante equilibrio que siempre ha tenido la naturaleza y nosotros lo quebrantamos.

Probablemente los políticos salgan en los medios de comunicación a quitarse toda la culpa que tienen en acontecimientos como este diciendo que es culpa de Dios... quizá los científicos de la NASA digan ahora que eso es algo normal, que Japón es una zona sísmica... Quizá más tarde mi abuela irá a orar a una iglesia y tendrá en sus oraciones a los japoneses, sin saber todo lo que pueda pasar de fondo tras un acontecimiento como este, sin saber la culpa que ella, ustedes y yo tenemos... quizá ahora le de a EE.UU por enviar tropas "solidarias" a ayudar, y a quedarse un año disfrutando y saqueando, como lo hicieron en Haití que pareciera ser la nueva colonia del país del norte.

Pero sin importar lo que hagamos para acabar con la naturaleza terminaremos perdiendo, porque somos un todo, porque si terminamos con los arboles acabamos con la cadena alimenticia y moriremos, tarde que temprano. Porque si contaminamos el agua, moriremos de igual forma. Porque si contaminamos el oxigeno un poco más, moriremos. Porque si seguimos aumentando en más grados el planeta, moriremos. Simplemente, perderemos la guerra contra la naturaleza, aunque hayamos ganado muchas batallas. La paciencia de la naturaleza, y la sabiduría que guarda en sus entrañas le ganará a la profunda ambición del hombre, que no se quiere dar cuenta que debe transformarse si quiere tener más generaciones en el planeta.
Ante la dictadura de la naturaleza, fuerte, directa, nadie, absolutamente nadie se escapa.

martes, 1 de marzo de 2011

Relatos de una realidad distorsionada 2. Fantasmas Suicidas de una ciudad Psicópata.



RECUERDO A ESOS TRES JÓVENES, COMO SI HUBIESE SIDO AYER cuando jugué con ellos fútbol en aquellas cuadras de ese barrio triste donde viven mis abuelos maternos, Campoamor. Fue un día soleado cuando llegué a la casa de mi abuela, bajé del carro y observé a dos hermosas niñas jugando con tres chicos fútbol, con un balón viejo. Bajé corriendo y les pregunté si podía jugar con ellos; me observaron y su velocidad de reacción fue tan pronta como el hecho de que yo estuviese pateando el balón contra la cancha.

De esos tres chicos me hice buen amigo; pero pasaron los años y el tiempo se me detuvo, a ellos se les adelantó, y las circunstancias de la misma vida me distanciaron. Un par de años después me encontré a dos de ellos en la calle, los saludé con regocijo, pero la presión de las ocurrencias no dejó impartir muchas palabras. La imagen de ambos se quedó gravada en mi retina, tal cuál una efigie impactante se apodera de nuestros sentidos: su forma de vestir, el corte de su cabello, y ese extraño olor a “pegante” me inquietó.
Hace un par de meses le pregunté a mi abuelo sobre ellos. Eran tabú en el barrio. Se decía que uno de ellos fue sicario, y recibió un disparo en el pie; ahora lo llaman El Cojo. El Pirata, se dedica a atracar por el sector del Cable, y lo que le sobra se lo consume en perico y en “soluca”, y Ramón, camina por la calle con un costal al hombro pidiendo monedas y buscando pleitos. Yo quería adentrarme un poco en su vida, conocerlos. No importa cuan peligrosos eran, fueron mis compañeros y me les acercaría sin más que perder dos mil pesos que llevaba en mi bolsillo.

Salí de la casa de mis abuelos hacia la esquina donde los tres estaban situados. Al verme se alarmaron, y El Pirata mandó su mano a la espalda. Yo, asustado, les dije:

-¿No me recuerdan?
-Parcerito, o nos compra, o se abre de acá antes de que le metamos su chuzón-. dijo el Pirata.
-Soy Gustavo -les dije-, el pelirrojo con el que se criaron, con quien jugaron fútbol, con quien nos embarramos en las calles de este barrio, ¿no me recuerdan?
Y un sollozo silencio invadió sus mentes, hasta que El Cojo respondió:
-Claaaaro may. ¿Cómo lo trata la vida?

Me senté a su lado. Sacaron de una bolsa una botella de alcohol y otra botella con agua. Mezclaron ambos líquidos, y comenzaron a beber. La conversación cada vez se hacía más amena; no quería tomar, pero para adentrarme a sus historias el alcohol era casi una necesidad magistral, un vínculo de solidaridad inherente a nuestra existencia, como si existiera una especie de instinto de intoxicación. Comencé a preguntarles sobre su pasado. El Cojo me contó cómo entró al sicariato.

-La prueba de finura fue matando un gamín de la calle, a sangre fría, sin mucha traba. Pasé varias noches sin dormir, hasta mi primer trabajo pago, donde debí asesinar dos miembros de una familia. El primer muerto da miedo, el segundo ya no tanto, el tercero genera es adicción. Ahora no puedes vivir sin matar, es como una droga. Pasé noches sin dormir desesperado por levantarme a alguien.

El Pirata, por el contrario, fue obligado a robar. Un día caminaba con un compañero por el barrio San Joaquín. Su acompañante, de manera inesperada  agarró un pelado del colegio La Gran Colombia, y le pidió el maletín; El Pirata, algo asombrado, asustado, reaccionó de la manera más confina: le ayudó a quitar el bolso con los útiles del estudiante del colegio y salió a correr escaleras abajo. Fue tanta la adrenalina, la satisfacción de su madre al ver el dinero de los primeros trabajos, y el gusto económico que se pudo dar, que comenzó a recurrir más a este adeudo y, sin mayores oportunidades, convirtió el robo por necesidad en ocio.
El cuento con Ramón fue más complejo aún. Su nombre no es Ramón, es Alejandro. Lo apodaron Ramón por su parecido con Don Ramón, el del chavo, ya que a los diecisiete años tenía su rostro envejecido por la droga que consumía desde los nueve; drogas que le daba su padrastro que la distribuía en todo el barrio. Trató de recuperarse a los trece, pero ninguna entidad pública le brindó ayuda, y no tenía dinero para pagarse el tratamiento en una corporación privada. A los dieciséis años murió su madre, y sin sustento para vivir, vendió las pertenencias de su casa y se fue a vivir al parque Liborio Lopera. Ahora regresa de vez en cuando a inhalar solventes con sus dos amigos del alma. Una amistad entre la espesa neblina de la falta de oportunidades.

Me enteré que El Pirata se suicidó en el baño de su casa. Dos semanas después se suicidó El Cojo, colgado de un cable de luz a dos cuadras de la casa del Pirata. Del viejo Ramón, no se sabe nada, quizá fue asesinado este fin de semana entre los veintiún habitantes de la calle cruelmente liquidados en las vías de ésta ciudad maniática, con la realidad distorsionada, como la bruma que a veces la rodea.

-Cosa de locos.... ¿no?
-¿Qué cosa?
-La vida…